Cuando no queden más estrellas que contar(21)
En aquel momento, mirando la pantalla, la odié como nunca antes lo había hecho.
En el salón, la discusión continuaba, y yo empecé a sentirme atrapada. Un dolor agudo se instaló dentro de mi pecho, bajo el esternón. Me costaba coger aire y todo mi cuerpo temblaba como si estuviera dentro de un congelador. Solo que no era frío lo que sentía, sino calor, como peque?as descargas que me electrizaban la piel.
Me puse en pie, agarré el montón de ropa que había dejado en la silla y la fui guardando en la maleta. De pronto, la puerta se abrió y entró mi tío. Me dedicó una mirada irritada. Alzó el mentón con desdén y lanzó un sobre, que aterrizó dentro de la maleta abierta. ?Por qué todos me trataban como si yo fuese una penitencia con la que debían cumplir?
—Que conste que no estoy de acuerdo con esto —dijo con acritud—. A tu edad yo ya me ganaba la vida sin ayuda de nadie. No entiendo por qué es tan blando contigo, si por mí fuera...
Lo miré sin entender nada y cogí el sobre. Me puse pálida al ver que dentro había dinero.
—?Es para mí? ?Por qué?
—Pregúntale a tu abuelo. —Me apuntó con el dedo—. Yo no lo aceptaría.
Salió de mi habitación hecho un basilisco. En el salón comenzaron de nuevo los gritos. Solo se oía a mi abuela y a mi tío. Por las cosas que decían, la idea de darme ese capital había sido de mi abuelo y ellos no estaban de acuerdo.
—Es mi dinero y haré lo que me dé la gana con él. No voy a dejar a Maya completamente desamparada —indicó mi abuelo.
—?Sabes que tienes más nietos y que deberías tratarlos a todos por igual? —replicó mi tío.
—Y eso estoy haciendo, ?crees que no sé que tu madre ha pagado el carnet de conducir de tus dos hijos? ?O la entrada para el coche nuevo que no necesitabas?
—?Desde cuándo debo pedirte permiso para ayudar a nuestros hijos? —intervino mi abuela.
—?Y por qué debo pedirlo yo para ayudar a mi nieta?
—?En serio, después de todo lo que ha hecho?
—?Y qué ha hecho, Olga? ?Cuándo te darás cuenta de que no se puede vivir a través de otras personas y destrozarles la vida en el camino? Daria, Maya, ?quién es el siguiente?
—?Papá!
—?Qué te está pasando? Nunca me habías hablado de este modo.
—Y empiezo a darme cuenta de que debí hacerlo mucho antes.
—?Luis!
Me tapé los oídos sin fuerzas.
Todo el mundo tiene un límite, y yo había caminado sobre el mío durante demasiado tiempo. Dando tumbos, aguantando el equilibrio, tropezando..., y ya no podía más. Ni con los reproches, ni los silencios que dolían más que las palabras. Ni con las miradas que me hacían encogerme y sentir culpable. Simplemente por existir, por querer ser yo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Lancé el sobre a la cama —no lo quería—, y metí la ropa en la maleta sin ningún cuidado. La cerré a tirones mientras me ahogaba en lágrimas y sollozos. Después recogí el resto de mis cosas en la bolsa de mano y me la colgué del hombro.
Me encaminé a la puerta con decisión. Necesitaba salir de allí. Escapar. Alejarme de todos ellos y de mí misma, aunque para ello tuviera que abrirme camino a través de mi carne y mis huesos.
Aferré el pomo y, por un instante, me di cuenta de que no tenía adónde ir.
La idea pasó por mi mente como un rayo. Un fulgor que debió de dejarme frito el cerebro, porque lo único que recuerdo después es que apreté los dientes, tomé el sobre con el dinero y me fui del piso a toda prisa y sin despedirme.
Del mismo modo que mi madre se largó muchos a?os atrás.
Como un ladrón que huye.
O un preso que logra escapar.
Con alivio y rabia.
Con la conciencia aleteando como una mariposa dentro de un tarro de cristal.
Por un segundo, me metí en su piel.
Por un segundo, pude comprenderla.
No fue suficiente para que pudiera redimirla.
Ni yo perdonarme.
Quizá sea algo familiar. El odio visceral a ese acto. El momento, la palabra o todo lo que implica, no lo sé... Pero nunca pude decir adiós. Ni con palabras, ni gestos o miradas. Ni siquiera podía permitirme el sentimiento y lo aplastaba bajo capas y capas de otras cosas.
Siempre he pensado que adiós es una palabra sin esperanza.
Y cuando no hay esperanza, no queda absolutamente nada.
Todo se desvanece.
Y yo, en ese instante, apostaba sin saberlo la escasa esperanza que me quedaba a un impulso desesperado sin sentido.
12
Cuando fui consciente de la locura que había cometido, ya me encontraba sobrevolando el mar Mediterráneo, dentro de un avión con destino a Roma. En el vuelo más inmediato y barato que había encontrado a la capital de Italia.
El pánico se apoderó de mí y estuve a punto de ponerme a gritar que quería bajarme, que mi presencia allí se debía a un gran error. Me faltó un pelo para hacerlo, pero la mirada de la mujer que se sentaba a mi lado me hizo hundirme en el asiento. Me observaba con una mezcla de miedo y desconfianza, como si yo fuese peligrosa y estuviese a punto de estrellar el avión.