Cuando no queden más estrellas que contar(24)



Scuola di Balletto Giselle, podía leerse en una placa.

—Ciao, Adriana.

—A presto, Giulio.

Di un respingo y me giré hacia la voz que había pronunciado ese nombre.

Unos metros más arriba, había un comercio de licores y una mujer, ataviada con un delantal, agitaba la mano a modo de despedida. Un hombre le devolvió el saludo y yo sentí que el suelo se movía bajo mis pies al reconocerlo.

Era él, estaba segura.

Pasó por mi lado sin fijarse en mí, y yo fingí que miraba mi móvil. Levanté la cabeza y vi que se alejaba. No lo pensé y lo seguí. ?Cuántas posibilidades había de encontrarme con él nada más llegar, en un pueblo de dieciséis mil habitantes y que había duplicado su población con el comienzo del verano? Muy pocas, pero allí estaba.

?Sería otra se?al? Quería averiguarlo.

Me mantuve a una distancia prudencial, haciendo todo lo posible por no perderlo de vista entre la gente. Sorrento estaba formado por un laberinto de estrechas callejuelas, plazas y edificios de colores. Era fácil desorientarse.

De repente, el pueblo terminó de forma abrupta en un acantilado, rodeado por un mirador, desde el que se divisaba todo el horizonte. El mar brillaba bajo un cielo estrellado y se podían ver barquitos navegando cerca de la costa. Me acerqué a la balaustrada y miré abajo. Vi el puerto y una estrecha playa con varios muelles. Bares y terrazas que parecían surgir de la pared de piedra, con mesas pegadas a la orilla y sobre los embarcaderos.

Aparté la mirada de las vistas y busqué a Giulio. Se alejaba rápidamente y lo perdí al adentrarse en un parque. Corrí en esa dirección, con la maleta de ruedas traqueteando a mi espalda y el aire silbando en mi garganta. Cuando llegué al otro lado, había desaparecido.

Decepcionada, miré a mi alrededor.

Un poco más adelante, había un bar restaurante con una terraza. Pasé entre las mesas, repletas de clientes, al tiempo que me fijaba en las pizzas y en los platos de pasta, en el pescado y un pan tostado que olía a aceite de oliva y orégano. La boca se me hizo agua y me sentí más cansada que nunca.

Vi que una pareja se levantaba y dejaba una mesa libre y yo me apresuré a ocuparla. Mi cuerpo se desplomó en la silla y, durante un largo instante, no hice otra cosa que respirar y mirar el mar. Mis piernas parecían de plomo y notaba la garganta seca.

Me pasé una mano por el pelo enmara?ado. Me obligué a no pensar en mi aspecto.

—Buonasera.

Ladeé la cabeza y me encontré con una chica que portaba una bandeja y un pa?o. Me dedicó una sonrisa amable y yo se la devolví. Comenzó a recoger los platos sucios con celeridad. Después limpió la mesa y me ofreció la carta con el menú.

—Grazie —susurré.

Se alejó igual de rápido y entró en el interior del restaurante.

Ojeé el listado de platos. Todo sonaba muy bien, pero los hidratos de carbono, las grasas y las calorías eran el ingrediente estrella, y yo...

Me di cuenta de algo. Ya no tenía que preocuparme por el peso, ni por mantener un cuerpo esbelto a fuerza de sacrificio y de controlar el hambre. Comencé a sonreír y una carcajada tonta escapó de mis labios. Solo podía pensar en queso fundido, caliente y aceitoso. Pan. Mucho pan.

De pronto, una mano masculina apareció ante mis ojos y colocó un plato limpio y unos cubiertos en la mesa.

—Buonasera, che cosa ordina la signorina?





13




Alcé la mirada y me encontré con unos ojos de un azul grisáceo que me miraban con curiosidad. Abrí la boca para contestar, pero me quedé muda intentando averiguar qué me había preguntado. Su sonrisa se hizo más amplia y un mechón rebelde le cayó sobre la frente. Un rizo que apartó con un soplido.

En ese momento no lo sabes. Nunca lo sabes. Nadie reconoce el instante que va a cambiar su vida para siempre. Solo es uno más, que llega, pasa y todo sigue como si nada. Sin embargo, ha ocurrido. Algo ha cambiado y ya no hay vuelta atrás.

Del mismo modo que nadie reconoce a esa persona que está destinada a cambiarte para siempre. Solo es una más, que aparece un día, sin esperarla, y que te mira. En ese momento no lo sabes, pero ha ocurrido algo. Unas pupilas que se dilatan. Un soplo en la piel que hace que te erices. Una mirada que se alarga. Detalles imperceptibles que atribuyes a otras cosas, pero que son el comienzo de algo importante. Algo que puede salvarte o hundirte. Porque hay olas que te devuelven a tierra y otras que te arrastran al fondo del mar.

—Ha bisogno di pensarlo ancora un po’...? —dijo el chico mientras se?alaba la carta.

De acuerdo, quería que pidiera. Volví a repasar el menú.

—Voglio mangiare una pizza ai quattro... —Sacudí la cabeza con el ce?o fruncido y dije para mí—: ?Ay, Dios, ni siquiera sé si se dice así!

él dejó escapar una suave risa.

—?Espa?ola? —Mis ojos volaron hasta él con alivio y asentí. Su boca se curvó con una sonrisa ladeada—. ?Ciudad?

—Madrid. —Sonreí sin poder contenerme, porque su acento no dejaba lugar a dudas—. ?Espa?ol?

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