Puro (Pure #1)(34)



—Independientemente de si a ti te gustaba o no —interviene la doctora regordeta—, ?crees que él albergaba sentimientos profundos por ti?

A Lyda se le humedecen los ojos. No, no lo cree. No, él no sentía nada por ella, la había elegido por conveniencia. Había sido un maleducado desde el principio y solo había sido amable con ella porque le había dejado salirse con la suya y robar un cuchillo de las vitrinas. ?Con qué fin lo utilizó? Eso nadie se lo va a contar. Y luego bailó con ella porque quería que pareciesen personas normales, que encajasen y no levantasen sospechas. ?Les preocupa que pueda estar muerto? ?Creen que se ha largado para matarse, igual que su hermano? Ahora mira a su madre como rogándole: ??Qué debo hacer??

—?Te quería? —repite la doctora alta.

La madre de Lyda asiente, aunque no llega a ser un gesto claro, parece más una ligera sacudida, como si intentara no toser. Lyda se enjuga las lágrimas. Su madre le está diciendo que diga que sí, que les diga que Perdiz la quería. ?La hará eso más valiosa? Si tiene algún valor, ha de ser porque él está vivo. Si creen que la quiere, tal vez prefieran utilizarla… ?como mensajera?, ?intermediaria?, ?o como se?uelo?

Se agarra las rodillas, la tela arrugada entre los dedos, y después se pone a alisar el mono.

—Sí —dice bajando los ojos—. Me quería. —Y por un momento, finge que es cierto y lo repite, con más fuerza—. Me lo dijo. Esa noche me dijo que me quería.

La ventana vuelve a parpadear. ?O es su vista?





Pressia


Zapato

Para llegar a la casa de Bradwell, Pressia cruza la calle y pone rumbo hacia el callejón que corre en paralelo al mercado. A lo lejos se oyen los cánticos de la muertería. A veces le gusta creer que provienen de una boda. ?Por qué? Suben y bajan, y parece como si celebraran algo… ?por qué no el amor? El abuelo le había hablado de la boda de sus padres: las tiendas blancas, los manteles, la tarta de varios pisos…

Pero ahora no puede hacer eso. Trata de localizar su posición y decide que deben de andar por los fundizales, la zona donde estaban antes los barrios residenciales. Conoce a gente que se crio allí y ha oído hablar de ellos en las partidas de Me Acuerdo: casas idénticas, aspersores, muebles de plástico para jugar en todos los jardines. Por eso se llaman fundizales: en todos los jardines había una gran masa colorida de plástico fundido que en otros tiempos fue un tobogán, unos columpios, un cajón de tierra con forma de tortuga…

Intenta averiguar por los cánticos de qué equipo se trata. Hay algunos más depravados que otros, aunque en realidad nunca ha logrado diferenciarlos bien. El abuelo los llama ?reclamos?, como los cantos de los pájaros, y en teoría se pueden distinguir unos de otros. No sabría decir si están empezando o acabando, ya en terreno enemigo. Por suerte los cánticos suenan por la zona meridional de los fundizales, en dirección opuesta a la suya. Y ahora que presta más atención, puede que estén incluso más lejos. Tal vez estén en los alrededores de las cárceles, los asilos y los sanatorios, esos armazones de acero calcinados, con las piedras derruidas y los restos de alambrada. Los ni?os cantan una canción sobre las cárceles:


Todas las casas de la muerte se hundieron.

Todas las casas de la muerte se hundieron.

Las almas enfermas vagan en duelo.

?Cuidado! Que te arrastran al subsuelo.



Nunca ha visto esos edificios caídos con sus propios ojos; jamás ha llegado tan lejos. No hay nadie por la calle. Hace frío y todo está húmedo y oscuro. Se cubre bien el cuello con el jersey grueso, se mete el pu?o de mu?eca enfundado en el calcetín bajo el brazo y corre hacia el siguiente callejón. Todavía guarda la campanilla hueca, la tiene en el fondo del bolsillo.

Aparte de a los cánticos de la muertería está atenta a los amasoides. El desasosiego de ser incapaces de escaparse los unos de los otros los hace echarse a las calles por las noches. Algunos amasoides utilizan su fuerza conjunta para acorralar a la gente y robarle…, aunque tampoco es que ni su abuelo ni ella tengan mucho que se les pueda robar. También está atenta a los camiones de la ORS; son la razón de que haya decidido ir por las callejuelas en lugar de por las calles más anchas.

Cruza a otro callejón y entonces, cargada como se siente de adrenalina, echa a correr; no puede evitarlo. Las calles están tan silenciosas, con solo los cánticos en la distancia, que quiere llenarlas con el sonido de sus latidos en los oídos. Se adentra por otro callejón pero oye un motor de la ORS. Retrocede y va en dirección opuesta a los cánticos. Atraviesa un callejón tras otro y en dos ocasiones capta el destello de un camión de la ORS y tiene que cambiar de dirección.

Cuando llega a los escombrales ha dado muchos rodeos. Se queda al resguardo de un edificio de ladrillo medio en pie que forma parte de una hilera en ruinas. Tiene que decidir entre rodear la zona, lo que le llevaría al menos una hora más, o atajar por en medio. Los escombrales eran antes el centro de la ciudad, atestado de edificios altos, camiones y coches, un sistema de metro subterráneo y, en la superficie, la muchedumbre cruzando por los pasos de cebra.

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