Puro (Pure #1)(32)



Las ovejas y sus grupas grises retroceden hacia el bosque con el pastor en cabeza y Perdiz a la zaga. Los árboles aún están negros pero empieza a surgir algo de verde aquí y allá. Al poco llegan a un cobertizo y a un corral hecho con alambre y estacas adonde el hombre conduce las ovejas; cuando algunas se resisten les atiza en el morro y balan. El corral es tan peque?o que los animales apenas caben; se cubre entero de lana.

—?A qué huele? —pregunta Perdiz.

—A estiércol, a meado, a ro?a, a lana podrida. Un poco a muerto. Tengo licor casero. Te puedo vender.

—Solo agua —responde Perdiz, humedeciendo la bufanda con el aliento.

El chico saca una botella de la mochila y se la tiende al hombre, que se queda mirándola un instante. A Perdiz le preocupa que algo en ella haya alertado al pastor, pero este entra en el cobertizo. Perdiz atisba unos segundos por la puerta alabeada y atrancada en el barro: el lustre de animales despellejados que cuelgan de ganchos por las paredes; como no tienen cabeza no puede identificarlos. Aunque tampoco sus cabezas tienen por qué decirle mucho.

Perdiz siente un pinchazo en el brazo. Se da un palmetazo y ve un escarabajo acorazado con unas grandes tenazas. Intenta espantarlo pero parece clavado en la piel, de modo que hunde los dedos y se lo arranca de cuajo.

El hombre regresa con la botella rellena de agua.

—?De dónde vienes?

—De la ciudad —responde Perdiz—. Tendría que ir volviendo.

—?De qué parte de la ciudad? —indaga el hombre. Su ojo hundido parpadea por debajo del otro. Perdiz mira por turnos a uno y a otro.

—De las afueras —le dice Perdiz, que se dispone a volver por donde ha venido—. Gracias por el agua.

—Hace poco he sufrido una pérdida —le cuenta el hombre—. Mi mujer, que ha fallecido. Murió hace nada y necesito un par de brazos aquí. Hay trabajo para más de uno.

Perdiz mira las ovejas en el corral. Una de ellas tiene una pezu?a con forma de pala, oxidada y dentada. El chico se atrinchera en una esquina.

—No puedo.

—Tú no eres normal, ?verdad?

Perdiz no se mueve.

—Tengo que volver.

—?Dónde están tus marcas? ?A qué estás fusionado? No veo que tengas nada.

El hombre coge la vara y se?ala con ella a Perdiz, que ahora distingue mejor las cicatrices de la cara del pastor, un amasijo de rasgu?os.

—Quieto ahí —le dice el hombre lentamente al tiempo que se agacha.

Perdiz se da la vuelta y echa a correr sobre sus propios pasos. Su velocidad se activa, el movimiento de sus brazos y piernas es rápido y estable como el de un pistón. Cuando sale del bosque por donde entraron, tropieza con un tronco no muy grueso y se cae al suelo. Ahí tiene de nuevo el agua de lluvia estancada donde han bebido antes las ovejas. Vuelve la vista hacia el tronco y ve que no es tal, sino una mara?a de juncos, algunos verdes y otros marrones anaranjados. Piensa en las cosechadoras que hay cerca de la academia. Aguza el oído para ver si oye al pastor pero no se escucha ningún ruido. Va hasta los juncos y ve el brillo del cable que los mantiene atados; cuando mira con más detenimiento distingue un destello más claro, algo húmedo e inerte. Alarga una mano temblorosa. Se desprende un olor dulzón pero viciado. Aparta los juncos, que están húmedos, casi gomosos, y deja al descubierto una cara humana, con una mejilla grisácea y la otra rojo oscuro, la carne como a la parrilla, la boca amoratada de la falta de aire y de sangre. La mujer del pastor ?murió hace nada?. Así es como la ha enterrado.

?Qué parte de ella está húmeda e inerte? Sus ojos, de un luminoso verde oscuro.





Lyda


Rehabilitación

La habitación blanca y acolchada está helada. Eso le recuerda a Lyda que en otros tiempos, antes de las Detonaciones, había un envase dentro del gran espacio del frigorífico. Ahora solo existen neveras peque?as porque la gente come más que nada soja texturizada. Pero la cajita grande de la nevera era donde su madre guardaba las lechugas redondas. ?Eran demasiado delicadas para el espacio común del frigorífico? Piensa en los bordes rizados de las hojas exteriores, como el dobladillo de una falda.

Su madre ha ido a verla dos veces a título personal. En esas visitas se ha mostrado relativamente tranquila, aunque Lyda podía adivinar su rabia. Se puso a charlar sobre los vecinos y el jardín de la cocina, y en una ocasión, en voz muy baja, le soltó:

—?Tienes la más remota idea de lo que nos va a costar lo que has hecho? Nadie me mira a la cara.

Pero también la abrazaba, al final de las visitas, brusca y rápidamente.

Hoy su madre vendrá como parte del personal para evaluarla. Entrará como el resto, con la bata blanca y un portátil en la mano, como un escudo delante del pecho, tapando sus senos bien envueltos. Bajo la presión del sostén y la carne adiposa de los pechos hay un corazón. Lyda sabe que está ahí y que late con fuerza.

La estancia es peque?a y cuadrada, con apenas una cama, un váter, un lavabo enano y una ventana falsa que brilla en lo alto de una pared. Recuerda que su madre peleó por esa mejora en los cuidados hace unos a?os. Llevó el caso ante la junta; al parecer alguien había investigado y había descubierto que la luz del sol era buena para las enfermedades mentales. Aunque, por supuesto, las ventanas con luz natural de verdad eran impensables. Se llegó a un acuerdo y ahora la ventana arroja luz cronometrada por un reloj empotrado en la pared. Lyda no se fía ni del reloj ni de la imagen de la ventana. Cree que manipulan el tiempo mientras duerme porque pasa demasiado rápido; o tal vez sea la medicación para dormir. Cuanto más tiempo pasa confinada, más severamente catalogan su enfermedad mental y sus posibilidades de salir se reducen. Por la ma?ana tiene que tomarse unas pastillas para despertarse y otras para calmar los nervios, a pesar de que ha insistido en que no tiene ningún problema de nervios. ?O sí? Dadas las circunstancias, tiene la impresión de que lo lleva bastante bien. Al menos de momento…

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