Puro (Pure #1)(31)



Escruta el exterior por los grandes huecos donde en otros tiempos estaba la cristalera: está oscuro, hace frío y no hay nadie por la calle. Avanza pegada al muro hasta los restos de la puerta de la calle. Al lado hay un extra?o tubo oxidado pintado con espirales azules y rojas descoloridas, partido y combado. El abuelo dice que antes se solía poner en todas las barberías, que es un símbolo que en otros tiempos significó algo. Traspasa el umbral y camina sin apartarse del muro medio en ruinas.

?Cuál era el plan? Esconderse. La boca de riego que le ense?ó el abuelo está a tres manzanas. él creía que allí estaría segura, pero ?había acaso algún sitio seguro?

?Bradwell —se dijo Pressia—. El movimiento clandestino.? Todavía tiene el plano doblado que le metió el chico en el bolsillo. Seguro que está en casa, preparando la siguiente clase de Historia Eclipsada. ?Y si se llega a darle las gracias por el regalo y finge que le ha parecido un detalle muy amable y nada cruel? ?La acogerá? Aunque le debe un favor al abuelo por lo de los puntos, nunca se le ocurriría plantarse en su casa para pedírselo. Jamás. Con todo, decide intentarlo hasta allí. Fandra no sobrevivió pero su hermano sí.

En el suelo, junto a la puerta, hay una campanilla chamuscada. Le sorprende. La coge pero le falta el badajo y no suena. Puede hacer algo con ella, algún día.

Aprieta la campanilla con tanta fuerza que los bordes se le clavan en la mano.





Perdiz


Pezu?a

Perdiz oye las ovejas antes de verlas: el roce contra las zarzas oscuras del bosque que tiene enfrente, los balidos erráticos. La forma en que balbucea una de ellas le recuerda a Vic Wellingsly cuando se rio de él en el vagón del monorraíl. Pero eso fue en otro mundo. El sol se ha puesto y todo rastro de calor se ha desvanecido del aire. Está a las afueras de la ciudad, en sus restos calcinados y arrebujados. Huele el humo de las fogatas, oye voces en la distancia, algún grito ocasional. Un pu?ado de alas se baten sobre su cabeza.

Ha conseguido cruzar la franja de terreno arenoso donde se ha bebido todo el agua y donde en dos ocasiones le ha parecido ver un ojo en la tierra, un parpadeo aislado que se ha perdido rápidamente en la arena. ?Una alucinación? No está seguro.

Va bordeando el bosque. Si la tierra puede estar tan viva entonces el bosque tiene que ser demasiado peligroso. Asume que ahí es donde viven algunos de los miserables. Piensa en su madre, ?la santa?, como solía llamarla su padre, y en los miserables a los que en teoría salvó. Si ella sigue viva, ?vivirán ellos también?

Un gran pájaro de plumaje negro graso cae en picado a poca distancia de su cabeza. Ve el pico puntiagudo como una bisagra retorcida y las garras que se abren y se cierran en el aire. Asombrado, contempla su vuelo hasta que se pierde en el bosque. Piensa en el pájaro de alambres de Lyda en su jaula y le sobrevienen la culpa y el miedo. ?Dónde está ella ahora? No puede ignorar la sensación de que está en peligro, de que su vida ha cambiado. ?Le harán unas cuantas preguntas y la dejarán volver a su vida normal? En realidad Lyda no tiene nada que contarles. Le vio llevarse el cuchillo, pero si lo confiesa, parecerá que se está guardando algo, que sabe más de lo que dice. ?Los vio alguien besarse? En caso afirmativo, eso la hará parecer sospechosa. Recuerda el beso. Le viene a la cabeza una y otra vez, dulce y suave. Lyda olía a flores y a miel.

En ese momento las ovejas aparecen entre los árboles, renqueantes sobre unas pezu?as delgadas y deformes, y Perdiz corre a esconderse entre las zarzas para observarlas. Da por hecho que son salvajes. Van hasta una grieta socavada en la tierra que está llena de agua de lluvia. Tienen lenguas rápidas, casi picudas, algunas brillantes como cuchillas. Su pelaje está lleno de gotas de agua y enredos. Cada ojo va por un lado y los cuernos son grotescos: algunas tienen muchísimos, a veces en fila, como un risco de púas por el lomo del animal, y otros semejan trepadoras, forman espirales, se entrelazan y luego viran cada uno a un lado. Una de las ovejas los tiene hacia atrás, como una melena, y se han fusionado con el espinazo de modo que la cabeza se ha quedado fija en el sitio.

Por muy aterradores que puedan resultarle los animales, Perdiz agradece saber que el agua es potable. Le ha entrado una tos irregular… ?será por haber aspirado las fibras con púas? ?O de la ceniza arenosa? Esperará a que las ovejas se alejen y rellenará las botellas.

Pero el reba?o no es salvaje. Un pastor con un brazo sajado y las piernas arqueadas sale a trompicones de la espesura, pegando gritos desagradables y blandiendo un palo afilado. Tiene la cara afeada por las quemaduras y uno de los ojos parece haberse escurrido y asentado en el pómulo. Calza unas bastas botas cubiertas de barro y va arreando a los animales con varazos, mientras produce unos extra?os sonidos guturales con la boca. De pronto se le cae el palo y se agacha para cogerlo. Al volver la cara —tensada por las heridas y los verdugones—, clava los ojos en Perdiz. Tuerce el gesto y le dice:

—Eh, tú. ?Quieres robar? ?Carne o lana, eh?

Perdiz se tapa la cara con la bufanda, se pone la capucha y sacude la cabeza.

—Solo quiero agua —dice, y avanza hacia la charca.

—Si bebes de ahí se te pudrirá el estómago —le advierte el hombre, cuyos dientes brillan como perlas ennegrecidas—. Ven, anda, yo tengo agua.

Julianna Baggott's Books