Puro (Pure #1)(29)



El anciano va cojeando hacia la puerta y atisba con cautela por la mirilla que ha abierto en la madera.

—?Quién es? —pregunta.

Del otro lado llega una voz de mujer. Pressia no logra oír lo que dice pero debe de haber tranquilizado de algún modo al abuelo porque este abre la puerta y la se?ora entra a toda prisa y sin resuello. Cierra la puerta tras ella.

Pressia ve a la mujer en peque?os destellos: el óxido de los engranajes incrustados en la mejilla, el brillo del metal alojado sobre uno de los ojos. Es delgada y bajita, y tiene los hombros prominentes. Sujeta un trapo ensangrentado contra el codo.

—?Muertería! —le dice al abuelo de Pressia—. ?Sin avisar! Y no hace ni un mes de la última. Me he escapado por los pelos.

?Muertería? No tiene sentido. La ORS siempre anuncia las muerterías, una competición en la que permiten que durante veinticuatro horas los soldados se organicen en tribus y maten a gente, para más tarde llevar los cadáveres a un círculo balizado en campo enemigo y recibir puntos según el número de muertos; los que más consiguen ganan. La ORS lo considera un método para eliminar a los más débiles de la población civil. Anuncian las muerterías unas dos veces al a?o, pero hace nada hubo una. Precisamente el abuelo de Pressia aprovechó ese día para vaciar los armarios y hacer el panel-trampilla: con las estampidas y la locura de gritos nadie oiría su trabajo de carpintería. Nunca han hecho dos muerterías tan seguidas, y menos sin avisar. Decide que la mujer está loca o en estado de choque.

—?Seguro que era una muertería? —la interroga el abuelo de Pressia—. Yo no he oído ningún cántico.

—?Y cómo iba a haberme hecho la herida si no? Estaban al otro lado de los escombrales y se dirigían hacia el oeste, todavía arrasando con fuerza. He venido aquí corriendo en vez de a casa. —Ha venido para que la cosa, pero hace tanto que el abuelo no sutura que tiene que buscar su instrumental, que está al fondo del armario, y desempolvarlo—. ?Dios santo, vaya día! Primero todo el jaleo de los rumores y luego una muertería. —La mujer se sienta a la mesa y contempla las figurillas de Pressia. Ve la foto y la toca ligeramente con un dedo. La chica siente curiosidad: ?preguntará algo sobre el recorte? Ojalá hubiese pensado en quitarla de la mesa antes de meterse en el armario—. Habrá oído usted los nuevos rumores que corren, ?no?

—La verdad es que hoy no he salido. —El anciano se sienta enfrente de la mujer y contempla la carne abierta.

—?No se ha enterado?

El abuelo sacude la cabeza y se pone a limpiar el instrumental con alcohol. El cuarto se llena del fuerte hedor a anti-séptico.

—Un puro —le dice bajando la voz—. Un ni?o sin cicatrices, sin marcas y sin fusiones. Dicen que era ya mayorcito, un chaval alto y delgado, con el pelo afeitado, rapado.

—No puede ser —replica el abuelo. Eso es lo que piensa también Pressia; a la gente le gusta inventarse historias sobre puros. No es la primera vez que oye algo parecido, y los otros rumores nunca llevaron a nada.

—Lo vieron por los secarrales, pero luego se perdió de vista.

El abuelo se echa a reír, una risa que pronto se convierte en tos. Gira la cabeza y tose hasta jadear.

—?Está usted en condiciones de hacer esto? —se interesa la se?ora—. ?No tendrá los pulmones encharcados?

—Estoy bien. Es el ventilador de la garganta, que acumula mucho polvo y lo tengo que ir expulsando.

—En cualquier caso, no ha sido muy amable por su parte reírse.

El abuelo empieza a coser y la mujer hace una mueca de dolor.

—Pero ?cuántas veces hemos oído lo mismo?

—Esta vez es distinto —replica la mujer—. No han sido amasoides borrachos, lo han visto tres personas diferentes. Y cada una lo vio e informó del suceso por su cuenta. Dicen que él no las vio y que tampoco quisieron acercársele porque despedía un aura sagrada.

—No son más que rumores, eso es todo.

Se quedan callados un rato mientras el abuelo cose la herida. A la mujer se le tensa la cara y se le cierran los engranajes. El anciano detiene la hemorragia; trabaja rápido, embadurna la herida con alcohol y luego la envuelve.

Cuando el abuelo dice ?listo?, la mujer se baja la manga de la camisa y se cubre el vendaje. Acto seguido le tiende una latita de carne y luego saca un fruto del bolso, de un color rojo vivo pero con la piel gruesa como la de una naranja.

—Es una belleza, ?no le parece?

Se la da en pago por los servicios prestados.

—Es un placer hacer negocios con usted.

La mujer se detiene entonces para decirle:

—Puede creerme o no, pero ?sabe lo que le digo? Que si un puro ha salido, ya sabe lo que hay.

—No, ?el qué? Dígamelo.

—Pues que si hay una forma de salir tiene que haber también una forma de entrar. —Pressia siente un repelús. La mujer se lleva el dedo a la oreja y a?ade—: ?Ha oído eso?

También Pressia oye algo ahora: los cánticos lejanos de la muertería. ?Y si la mujer no está loca? Desea que el rumor sobre el puro sea cierto. Sabe que en ocasiones los rumores pueden servir de algo, a veces traen algo de cierto, aunque, por norma general, no son más que cuentos y mentiras. Este es de la peor clase, de esos que te enga?an y te dan esperanzas.

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