Puro (Pure #1)(24)



—?En la puerta?

Quien quiera averiguar cuándo es su cumplea?os lo tiene fácil: está escrito en las listas que empapelan la ciudad. Pero Pressia no tiene muchos amigos. Cuando los supervivientes llegan a los dieciséis los lazos se rompen: todos saben que tendrán que valerse por sí mismos. En las semanas que precedieron a la desaparición de Gorse y Fandra, esta última se mostró fría con Pressia, quiso cortar los lazos antes de tener que despedirse. Por entonces Pressia no lo entendió pero ahora sí que lo comprende.

El abuelo gira el regalo y deja al descubierto unos garabatos en la tela. Pressia va a la mesa, se sienta en la silla de enfrente y lee lo que pone: ?Para ti, Pressia?. Y lo firma ?Bradwell?.

—?Bradwell? —pregunta el abuelo—. Yo lo conozco, una vez lo cosí. ?De qué te conoce a ti?

—No me conoce —replica Pressia.

??Por qué me hará un regalo? —se pregunta—. Cree que soy de esa clase de gente que desea que todo vuelva a ser como era, que regrese el Antes, de los que adoran la Cúpula. ?Y qué tiene de malo? ?No es eso lo que cualquier persona normal querría?? Siente un extra?o calor, una rabia que se expande por debajo de las costillas. Piensa en la cara de Bradwell, en las dos cicatrices, en la quemadura, en cómo se le humedecen los ojos y luego los entorna para volver a parecer duro.

Ignora su regalo y, en cambio, coge el del abuelo.

—Quería decirte que me hubiese gustado que fuese algo bonito —se excusó el abuelo—. Te mereces cosas bonitas.

—No pasa nada.

—Anda, venga, ábrelo.

La chica se inclina sobre la mesa, aprieta el paquete y lo coge entre aspavientos. Le encantan los regalos, aunque le dé vergüenza admitirlo. Desenvuelve un par de zapatos, un cuero grueso extendido sobre madera pulida.

—Zuecos —le informa el abuelo—. Los inventaron los holandeses, como los molinos de viento.

—Yo pensaba que los molinos eran para el grano. Y para el papel. Pero ?para el viento?

—Tenían forma de faros —le dijo el abuelo, que también le había explicado lo que era un faro. De peque?o había vivido rodeado de barcos—. Pero en lugar de una luz tenían aspas, ventiladores para convertir el viento en fuerza. Hubo un tiempo en que se puso de moda utilizarlos para generar energía.

??Quién querría moler viento? —se pregunta—. ?Y a quién se le ocurriría llamar “zueco” a un zapato? Como si hablases en sueco al ponértelos.?

—Pruébatelos —la anima el abuelo.

La chica pone los zuecos en el suelo y desliza los pies en las oquedades de madera. El cuero todavía está rígido y, al incorporarse, se percata de que las suelas de madera la hacen más alta. No quiere ser más alta; quiere ser bajita y peque?a. El abuelo ha sustituido los zapatos gastados de Pressia por unos nuevos que dan la impresión de no gastarse nunca. ?Cree el anciano que vendrán pronto a por ella? ?Cree que huirá con esos zapatos puestos? ?Adónde? ?A los escombrales? ?A los fundizales, a las esteranías? ?Qué hay después de eso? Se habla de vagones de tren volcados, de vías, de túneles excavados, grandes fábricas, parques de atracciones —no solo existía Disney World—, zoológicos, museos y estadios. También había puentes en otros tiempos; antes se cruzaba un río que supuestamente hay más al oeste. ?Habrá desaparecido todo?

—Cuando tenías dos a?os alquilaron un poni para tu fiesta de cumplea?os —le cuenta el abuelo.

—?Un poni? —se extra?a Pressia mientras traquetea por el suelo con los pesados zapatos, como si también ella tuviese cascos.

Lleva pantalones y calcetines de punto y un jersey. La lana con la que se hace la ropa proviene de las ovejas de los pastores de las afueras de la ciudad, donde surgen de la tierra unas peque?as franjas de hierba espinosa y unas hileras de árboles que lindan con territorio de la ORS. Algunos supervivientes cazan allí nuevas especies, cosas con alas y bichos peludos que ara?an los bulbos y las raíces y se alimentan los unos de los otros. A algunas de las ovejas apenas se las puede llamar así, pero por muy deformes que sean, por muy retorcidos o llenos de pinchos que tengan los cuernos y por mucho que su carne no sea comestible, dan buena lana. Hay supervivientes que la han convertido en su forma de vida.

—?Un poni para qué? —pregunta—. ?Dónde metieron un poni?

—Daba vueltas por el jardín de atrás y los ni?os se montaban.

Es la primera vez que oye lo del poni. El abuelo le ha contado muchas historias sobre sus cumplea?os: tartas heladas, pi?atas, globos de agua. ?De dónde se habrá sacado todo eso?

—?Mis padres alquilaron un poni para que diese vueltas? —Para Pressia son unos completos desconocidos; el mínimo asomo de ellos despierta en ella una especie de hambre insaciable.

El abuelo asiente, pero de pronto parece cansado, muy viejo.

—A veces me alegro de que no vivan para ver esto.

Pressia no dice nada, aunque las palabras la queman por dentro. Ella sí quiere que sus padres vivan. Intenta retener en la cabeza ciertos momentos de su vida para poder contárselos algún día, por si acaso. Y por mucho que sepa que están muertos, no puede evitarlo. Incluso ahora mismo está pensando que les contará lo de hoy, los zuecos y la charla sobre los molinos de viento. Y si alguna vez vuelve a verlos, aunque sabe que no será el caso, les hará muchas preguntas y ellos le contarán historias. Les preguntará por lo del poni. Desea que de algún modo la estén vigilando, que estén viéndolo todo, igual que algunas religiones que creen en el Cielo y en que el alma no muere. De vez en cuando casi siente que la observan… ?será su madre o su padre? No lo tiene claro. Y tampoco se lo puede confesar a nadie, pero la consuela.

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