Puro (Pure #1)(23)



La luz recae sobre una fila de objetos destellantes: el estuche de los cuchillos. Va hasta allí a toda prisa, pasa los dedos por el cierre y acerca el llavero de Lyda, que repiquetea en la oscuridad. El ruido de las llaves retumba en su cabeza por culpa de la codificación, resuenan como campanas muy agudas. Prueba una llave tras otra hasta que una entra. Acto seguido la hace girar con un leve chasquido y levanta la tapa de cristal.

Y entonces escucha la voz de Lyda:

—?Qué estás haciendo?

Vuelve la vista y ve el suave perfil de su vestido, su silueta.

—Nada.

La chica pulsa el interruptor de la luz y se encienden los apliques de la pared, que no iluminan mucho. Parpadea hasta que los ojos se adaptan a la luz.

—?Quiero saberlo?

—No lo creo.

Lyda mira hacia atrás, hacia la puerta.

—Miraré para otro lado y contaré hasta veinte —le dice clavándole la mirada, como si le estuviese confiando algo. Perdiz, de pronto, también quiere confesarse. Está muy hermosa: la cintura entallada del vestido, el brillo de los ojos, el delicado arco rojo de sus labios. Confía en ella movido por un impulso que no es capaz de explicar.

El chico asiente y ella se da la vuelta y empieza a contar.

El estuche está tapizado con un suave tejido aterciopelado y el cuchillo tiene el mango de madera. Pasa el dedo por la hoja… está menos afilada de lo que le gustaría, pero servirá.

Se mete el cuchillo entre el cinturón y el pantalón, escondido bajo la americana. Cierra el estuche con llave y se dirige hacia la puerta.

—Vamos —le dice a Lyda.

La chica se lo queda mirando un segundo en la tenue luz y él se pregunta si lo interrogará. Pero no es así. Lyda se reúne con él y apaga la luz sumiendo la habitación en la oscuridad. El chico le tiende las llaves y sus manos se rozan. Cuando ambos salen, ella cierra la puerta.

—Actuemos como la gente normal —le sugiere Perdiz mientras recorren el pasillo—, así nadie sospechará.

Lyda asiente:

—Vale.

Perdiz desliza la mano en la de ella. Así actúa la gente normal: se coge de la mano.

Cuando regresan al comedor engalanado, Perdiz se siente distinto, como otra persona. Solo está de paso, se va, todo eso no durará ya. Su vida está a punto de cambiar.

Bajo las falsas estrellas doradas del techo, se adelantan hasta el centro de la pista, donde se mece el resto de parejas. Lyda se le acerca y entrelaza los dedos en su nuca mientras él le rodea la cintura con las manos. La seda del vestido es suave. Perdiz, que es más alto que ella, baja la cabeza para estar más cerca. A la chica le huele el pelo a miel y tiene la piel caliente, tal vez ruborizada. Cuando acaba la canción hace ademán de apartarse pero se detiene cuando están cara a cara. Lyda se alza de puntillas y lo besa. Sus labios son suaves. Huele su perfume de flores y le responde al beso al tiempo que sube un poco las manos por los costados de la chica. Y entonces, como si acabase de darse cuenta de que están en una sala llena de gente, Lyda se aparta y mira a su alrededor.

Glassings da cuenta de un plato de dulces y vuelve a por más. La se?orita Pearl está junto a la puerta, ociosa.

—Es tarde —dice Lyda.

—Una canción más —le ruega Perdiz.

La chica asiente.

Esta vez la coge de la mano, la alza a su hombro e inclina la cabeza hasta que roza la de ella. Cierra los ojos porque no quiere recordar lo que ve, sino lo que siente.





Pressia


Regalos

En la ma?ana de su decimosexto cumplea?os Pressia se despierta en el armario tras una mala noche. Oye la voz de Bradwell preguntándole si ha cumplido ya los dieciséis. Y ahora sí que sí. Aún siente el tacto de las letras al pasar el dedo por su nombre impreso en la lista oficial.

Podría quedarse en el armario a oscuras todo el día, cerrar los ojos y fingir que es una mota de ceniza que flota muy alto en el cielo y que simplemente está mirando hacia abajo, a una ni?a en un armario. Intenta imaginarlo pero entonces la distrae la tos carrasposa del abuelo y vuelve a su cuerpo, a su columna contra la madera, a los hombros encogidos, al pu?o de cabeza de mu?eca encajado bajo la barbilla.

Es su cumplea?os, no hay vuelta de hoja. Sale del armario y ve al abuelo sentado a la mesa.

—?Buenos días!

Tiene dos paquetes ante él. Uno es solo un cuadrado de papel puesto encima de un peque?o montículo coronado por una flor, una campanilla amarilla tiznada de ceniza. El otro es algo enrollado y envuelto en un trozo de tela atado con un cordel que termina en un lazo. Pressia deja atrás los regalos y va a la jaula de Freedle, donde mete los dedos entre los barrotes. La cigarra bate sus alas metálicas, que resuenan contra la jaula.

—No tenías por qué comprarme regalos.

—Por supuesto que sí —responde el abuelo.

No quiere ni cumplea?os ni regalos.

—No me hace falta nada.

—Pressia —susurró el anciano—, tenemos que celebrar lo poco que podamos.

—Este no. Este cumple no.

—Este regalo es mío —le dice el abuelo se?alándole el que tiene la flor encima—. Y este otro me lo he encontrado esta ma?ana en la puerta.

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