El mapa de los anhelos(63)
El ambiente es fantástico.
Huele a comida y a algodón dulce, las luces rutilantes titilan alrededor y nos envuelven entre destellos. Me detengo en varios puestos artesanales de la zona donde venden camisetas, tarros de conservas y bisutería hecha a mano.
El cielo está cuajado de estrellas cuando decidimos comer algo.
—?Hamburguesa, perritos calientes, sándwiches…?
—Voto por hamburguesa —contesto.
—La cumplea?era manda.
Hacemos cola en uno de los establecimientos y pedimos dos con extra de queso y pepinillos. Encontramos una peque?a zona verde tras una caseta de cervezas artesanales y nos sentamos allí, en el suelo. La casa del terror está cerca, un poco más allá, y se escuchan los gritos y las risas de los ni?os que suben a la atracción.
—Venga, dime lo que estás pensando ahora, Grace.
—?Estás seguro? Porque no es muy interesante.
—Correré el riesgo de malgastar un pensamiento.
Cojo una patata caliente y tomo aire antes de decir:
—Me preguntaba cómo sería el crimen perfecto.
—?Qué?
—Sí, bueno, estaba mirando La casa del terror… —La se?alo—. Y pensé: ?Imagina que a alguien se le ocurriese cometer un crimen y coger el cadáver y meterlo en esa atracción entre los mu?ecos?. Qué macabro. Luego esa idea ha derivado en la otra. ?Existe el crimen perfecto? ?Sabes la cantidad de gente que habrá matado a alguien a lo largo de la historia y ha logrado librarse de su castigo? ?Cómo debe de ser vivir con el lastre de lo que has hecho, además del miedo a que te descubran?
Will sacude la cabeza sin dejar de sonreír.
—Esto le quita el apetito a cualquiera.
—?Te he preguntado si estabas seguro!
—Lo meditaré mejor para el pensamiento que me queda —dice, y después muerde la hamburguesa y mastica con aire pensativo—. El crimen perfecto es en alta mar, lejos de la costa. Los peces se comen el cadáver y el agua hace el resto.
—No está mal, Tucker.
Divagamos un rato más mientras cenamos y cuando nos ponemos en pie. Compramos algodón de azúcar y nos lo comemos paseando por los alrededores. Hacemos una parada al pasar por delante de un espejo que distorsiona la imagen en ondas e invita a entrar en la atracción. Me llevo las manos a la peluca.
—Me siento como la protagonista de la película Lost in Translation.
—?Su pelo no era rosa?
—Sí. ?La has visto?
Will sonríe y luego susurra:
—?No volvamos aquí nunca porque no será tan divertido?.
Siento un tirón en la tripa antes de responder con otra frase de la película: —?Todos queremos que nos encuentren?.
él me mira intensamente mientras arranco un trozo de algodón de azúcar, me lo llevo a la boca y dejo que se deshaga. Luego me fijo en las luces que giran y giran un poco más allá.
—?Subimos a la noria?
Will asiente. Permanece pensativo cuando sacamos las entradas y esperamos nuestro turno. Ocupamos una de las cabinas y lo veo comprobar dos veces el cierre de la barra de seguridad. Después se quita la peluca, la deja en el asiento y se revuelve el pelo oscuro.
—Necesito un descanso —dice.
—Lo que me sorprende es que hayas aguantado tanto con la cabellera de Rapunzel.
La noria empieza a moverse y nosotros con ella. No es muy grande y las cabinas están abiertas, así que el aire fresco de la noche me despeja la mente y, cuando ascendemos del todo, por un instante soy plenamente consciente de lo afortunada que soy por estar aquí, ahora, viva. Y como contrapunto, al descender, la idea de la muerte reclama protagonismo. Supongo que ambas cosas forman parte de un todo, se necesitan para existir pese a ser opuestos.
—Creo que voy a volver a arriesgarme —susurra Will—. Pero quiero saber en qué estás pensando.
—Es tu última oportunidad.
—Lo sé.
Intento sonreír, pero no me sale. Ascendemos lentamente al ritmo de una musiquita irritante y contemplo la inmensidad que me rodea, los tejados de la ciudad a un lado, los campos oscuros en el otro extremo, la feria bajo nosotros ajena a lo que cada uno de sus visitantes pueda estar sintiendo.
Pero lo ignoro todo.
Y me giro hacia Will.
—Me inquieta saber que estoy mirando a alguien que algún día morirá y que tú estás haciendo lo mismo. Lo que ocurre es que no sabemos cómo ocurrirá ni, lo más importante, cuándo. Y me angustia pensar que, si fuésemos por ahí con un cronómetro en el que poder ir viendo la cuenta atrás de nuestras vidas, y la mía estuviese llegando a su fin, no sabría qué hacer con esas últimas horas ni con quién compartirlas.
El silencio nos abraza unos instantes mientras damos vueltas y vueltas bajo el cielo estrellado.
—Si te sirve de consuelo, yo tampoco sabría qué hacer…
—Me sirve. Aunque es tristísimo.
—Lo sé.
—La gente tiene tantos planes… —Me muerdo el labio inferior y lo miro. Sus ojos permanecen fijos en mí y solo en mí, ajenos a que desde aquí podría ver muchas más cosas—. Hay personas que saben a qué quieren dedicarse desde peque?as. Y luego tienen clarísimo que a los treinta tendrán hijos y a los cuarenta se comprarán una segunda residencia y a los cincuenta…, en fin, ya me entiendes. A mí me costaría decidir qué quiero comer ma?ana si me diesen a elegir entre pescado o pasta, porque, bueno, sé que la proteína es más sana, pero rechazar un plato de pasta… Qué dilema, ?lo ves?