El mapa de los anhelos(59)
—?Y si te pidiese que olvidases el asunto de los colores y me dijeses qué es lo que ves ahora mismo delante de ti? Sin pensar, solo por instinto.
Trago saliva porque distingo algo vulnerable en su voz, es como si la cuerda de un violín estuviese a punto de romperse. Y comprendo que, si él teme que lo juzgue, entonces será porque tiene un pu?ado de razones en el bolsillo, aunque las desconozca.
—Creo que la memoria es bidireccional.
—?Qué quieres decir? —Will toma aire.
—Nos rescata del pasado, pero también nos muestra lo que ocurrirá en el futuro; es la función más primitiva de los recuerdos. Si te has quemado con una sartén que estaba al fuego, puedes predecir lo que ocurrirá cuando te vuelvas a acercar demasiado a otra.
—?Y qué te dice eso sobre mí?
—Eres una sartén caliente, Will.
—Ya.
—Debería alejarme.
—Estoy de acuerdo.
—Pero adivinas que no lo haré, porque existe un vínculo entre nosotros; los dos lo sabemos, es así, aunque tú no quieras hacer nada al respecto.
Su voz se vuelve peligrosamente grave.
—?Qué te gustaría que hiciera?
—No lo sé. Las posibilidades son infinitas.
—Grace…
?Cuántos centímetros hay entre sus labios y los míos? ?Siete? ?Ocho, quizá? Diez, a lo sumo. Puedo ver su rostro anguloso entre las sombras. Puedo sentir el calor que emana su cuerpo. Puedo oír su respiración algo irregular. Y podría adivinar el sabor de su boca si tan solo me estirase un poco hacia él y acabase con este deseo que crepita entre los dos, aunque Will parezca esforzarse cada segundo por contenerlo.
—No te acerques más —me ruega.
—?Por qué? —La pregunta de mi vida.
Por un momento, creo que va a dar marcha atrás y a desoír su propio consejo. El aire entre nosotros parece condensarse, el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado coge fuerza y siento que me pesan los párpados; quiero cerrar los ojos y dejarme llevar.
Pero su voz aniquila el instante:
—Recuerda la sartén caliente.
Las palabras son como un empujón que me obliga a apartarme de él. Tiro con fuerza del edredón y me cubro hasta el cuello. Me doy la vuelta en la cama. Y así es como acaba la historia. Hundo el rostro en la almohada e intento olvidar todas las fantasías que zigzaguean constantemente por mi cabeza recordándome que no sé andar en línea recta.
Pasan varios minutos. Y entonces me estremezco al notar los dedos de Will deslizándose despacio por mi brazo como si fuese un tobogán. Es un contacto ligero, casi etéreo, dura apenas unos segundos y la sudadera se interpone entre ambos, pero la delicadeza del gesto consigue hundirse más allá y se me marca en la piel.
—Es por tu bien —susurra.
—Odio que decidan por mí.
Will suspira y después a?ade:
—También es por mi bien.
El sonido de la lluvia nos envuelve. El tiempo parece detenerse y me pregunto si será posible que todo esté en movimiento menos nosotros, atrapados en esta habitación. No puedo dormir y sé que él tampoco porque, aunque le doy la espalda, noto que se mueve y que el ritmo de su respiración no ha variado en lo más mínimo. Es una tortura. Tan cerca. Tan lejos. En este lugar no hay ninguna pared llena de peque?as cosas bellas que tapen los agujeros del alma. Tan solo hay una caricia reprimida, Will y yo.
Ya debe de ser bastante tarde cuando digo:
—?Recuerdas que esta ma?ana me preguntaste a qué lugar me gustaría ir y te respondí que prefiero ignorar aquello que me parece lejano?
—Sí. —La voz de Will suena ronca.
—Pues te mentí. Me he imaginado muchas veces en Viena, dentro de la Galería Belvedere, delante de El beso de Gustav Klimt, como si el instante íntimo que encierra ese lienzo hubiese sido creado para mí y solo para mí hace más de cien a?os. Llámalo como quieras: exceso de ego o simple fantasía sin sentido.
Y no sé, quizá a veces las palabras sean tan solo lastres que nos empe?amos en empujar por el suelo embarrado, porque después de dejar ir aquello me quedo dormida.
24
Las grietas de Lucy Peterson
Lucy tenía la nariz y los ojos enrojecidos, el pelo claro recogido en un mo?o maltrecho y llevaba en la mano un pa?uelo arrugado que no dejaba de toquetear. Al entrar en la habitación y verla así, lo primero que pensé fue que los resultados de la última prueba que le habían hecho eran catastróficos o que, sencillamente, estaba cansada de ir y venir del hospital a la espera de que el azar hablase a su favor o en contra. Pero no. A Lucy solo le ocurría que era tan humana y corriente como cualquiera, le preocupaban las mismas cosas banales y había dejado que le rompiesen el corazón.
—Todo ha terminado —balbuceó.
—?El qué? —Me senté a su lado.
—Da igual, olvídalo —farfulló.
—No, quiero saberlo. Estoy preocupada por ti.
Cuando le acaricié la espalda, ella dejó escapar una bocanada de aire y se desinfló como un globo. Empezó a romper el pa?uelo que llevaba en la mano en cachitos muy peque?os que caían sobre la cama simulando diminutos copos de nieve.