El mapa de los anhelos(66)



—Resulta que hoy es mi cumplea?os —murmuré tras bajarle las bragas—. Y creo que tú vas a ser mi primer regalo.

—?Cuál es el segundo?

—No estoy seguro. —Alcé la mano pensativo, y le acaricié el pecho derecho—. ?Qué puedes pedir cuando lo tienes absolutamente todo?

—Eres un idiota, William. Pero un idiota muy guapo.

—Y que sabe hacerte gritar.

Colé la mano entre sus piernas en ese mismo instante y ella cerró los ojos y se mordió el labio. Me tumbé encima y me hundí en su interior. Fuerte, duro, húmedo. Mi relación con el sexo siempre había sido así, tan placentera como fría, tan mecánica como eficiente. El deseo no tenía nada que ver con lo emocional, sino con el estímulo visual. Los pechos de Tiffany balanceándose, su voz gimiendo en mi oído, el cuerpo esbelto o su rostro contraído por el placer. Todo era obra mía. La idea, retorcida y ridícula, me excitaba lo suficiente como para impulsarme a moverme más rápido conforme el final se abrió paso y sus u?as se clavaron en mis hombros.

—Joder —mascullé tras apartarme y dejarme caer a un lado.

—Sí, admito que eso lo haces muy bien —bromeó ella, y luego hundió los dedos en mi pelo—. ?Te apetece que desayunemos juntos?

—?Estás de broma? Tengo cosas que hacer. ?Qué hora es?

Al mirar el reloj en el móvil vi que tenía otra llamada perdida de mi novia. El nombre aparecía en lo alto de la pantalla: ?Lena?. Cuatro letras que me provocaron un leve pellizco que rápidamente me esforcé por ignorar.

Me puse en pie y busqué mi ropa alrededor de la cama. Un calcetín por aquí, la camiseta por allá. Cuando estuve listo, me acerqué hasta Tiffany, que aún intentaba abrocharse el cierre del sujetador. La ayudé y lo cerré con un suave clic. Ella se giró y me sonrió. Una de esas sonrisas complacientes y dulces que lejos de halagarme solían molestarme porque simbolizaban que el reto, la parte más divertida de aquello, había llegado a su fin.

—?Nos veremos pronto?

—No lo sé. Hablamos.

Ese ?hablamos? vago e impersonal era mi manera de saltar del barco cuando el rumbo dejaba de interesarme. Que fue exactamente lo que hice cuando salí del apartamento de Tiffany y monté en el descapotable rojo que me había comprado dos meses atrás para celebrar que me habían contratado en una importante compa?ía tras pasar un implacable proceso de selección. Tenía un Audi oscuro cogiendo polvo en el garaje de casa, regalo por mi cumplea?os número veintiuno, pero había algo en ese coche que me hacía sentir incómodo; demasiado serio, demasiado clásico, demasiado barato.

El hogar familiar que me había visto convertirme en el hombre que era en ese momento se dibujó ante mí cuando giré la última esquina a la derecha. Ahí estaba, la casa de tejado inclinado, con una enredadera que trepaba por los ladrillos rojizos y un jardín perfecto que podría salir en cualquier revista de decoración.

Encontré a mis padres en la espaciosa cocina de color gris pizarra. él estaba sentado a la mesa leyendo el periódico, a pesar de que era una costumbre de lo más estúpida y le había explicado en varias ocasiones que accediendo a la red podría leer fácilmente todas las noticias. Ella, delante de los fogones, me miró por encima del hombro y sonrió.

—Buenos días, cielo. ?Feliz cumplea?os! ?Qué rápido pasa el tiempo! —Tenía una voz cantarina—. No nos dijiste que dormirías fuera.

—Improvisé —contesté.

—?Saliste con Josh y los chicos? Espero que lo pasaseis bien. Por cierto, te he preparado tu desayuno favorito: tortitas con miel y frambuesas.

Dejó el plato en la mesa. Había colocado las frambuesas de manera que simulasen ser dos ojos en las tortitas redondas y la miel era el trazo de una sonrisa, justo como me las hacía cuando era un ni?o.

Suspiré y lo aparté a un lado.

—Gracias, pero no tengo hambre.

—?Ni siquiera un poquito? —insistió mi madre—. ?Es por ese programa deportivo que sigues ahora? Seguro que no pasa nada si te das un capricho por tu cumplea?os. Además, no puedes vivir eternamente de arroz y pollo. —Se secó las manos en el delantal viejo y descolorido.

Una de las cosas que más me molestaban de mi madre era que, a pesar de tener la cuenta bancaria llena, en los aspectos más cotidianos vivía como si apenas llegase a fin de mes. Cuando venía a casa la chica que limpiaba, se ponía a hacer con ella las tareas porque así ?se entretenía un rato? y seguía cocinando a diario. Tras la mudanza, nunca logró encajar con las demás mujeres del barrio, esas que llevaban tacones para ir al supermercado y quedaban para hacerse la manicura todos los viernes.

—Simplemente no me apetece.

—Está bien. —Cogió el plato de las tortitas y se alejó mientras decía casi para sí misma—: Te las guardaré por si las quieres para merendar.

Mi padre lanzó el periódico a un lado y me miró con el ce?o fruncido.

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