El mapa de los anhelos(129)



Por la noche no puedo dormir.

Cuando me canso de dar vueltas en la cama, enciendo la lámpara y busco en el primer cajón de la mesilla una libreta y un bolígrafo. Garabateo un poco hasta que la tinta empieza a salir y, entonces, pienso en todas las personas a las que he hecho da?o a lo largo de mi vida, ya sea de forma directa o eligiendo no mover un dedo.

?Cuántas veces no tenemos en cuenta los sentimientos de alguien? ?Cuántas veces hemos actuado de manera egoísta? ?Cuántas veces hacemos da?o a gente que queremos o decimos palabras que en realidad no sentimos? ?Cuántas veces nos hemos equivocado, cometido errores, metido la pata hasta el fondo…?

Pienso que lo más cercano a dar marcha atrás viajando en el tiempo es hacer esta lista. Así que empiezo por lo más básico, mis padres y mi familia, esa que llevo ignorando varias navidades, sigo por Grace, continúo recordando a gente que pasó por mi vida: compa?eros, exnovias, amigos que dejaron de serlo…, y termino con Lena, la chica a la que le rompí el corazón.

Y solo cuando doblo ese listado y lo guardo en mi cartera, logro conciliar el sue?o.



Zambullirse en el pasado es toda una aventura.

Empiezo por los compa?eros del colegio y el instituto; me resulta fácil encontrar a la mayoría porque tengo el anuario a mano y aparecen los nombres y los apellidos. Así que, como la idea de ir puerta por puerta es disparatada e imposible, uso las redes sociales para escribir varias disculpas. Un chico que jugaba en el equipo de fútbol me contesta casi al instante con amabilidad e incluso me pregunta qué tal me van las cosas. En cambio, la respuesta de Laura Hells, a la que dejé de llamar de golpe tras un par de meses saliendo, es ?Eres un imbécil, Will Tucker?. ?Quién puede culparla? La mayoría, sencillamente, no contestan a pesar de ver los mensajes.

A lo largo de la semana, me acerco unas ocho veces a la gasolinera. Compro cereales, limonada, pastillas para encender el fuego, chicles de menta, un bote de Kool-Aid, tiritas, un libro de bolsillo que va sobre unos extraterrestres y barritas energéticas.

No estoy seguro de qué es lo que me impulsa a coger el coche y acercarme allí cada vez que necesito cualquier tontería, pero lo hago. Me cruzo con George en un par de ocasiones y, cuando compro el libro, es él quien me cobra. Lo hace con calma, apretando en la máquina cada número y metiendo la novela en una bolsa con delicadeza.

Pero no dice nada. Y yo tampoco lo hago.



Los días transcurren uno detrás de otro.

Mi madre pronto se acostumbra a darme órdenes en la cocina. Mi padre no tarda en dar por hecho que los partidos de fútbol los vemos juntos y, una noche, incluso me anima a salir con él al jardín porque el cielo está plagado de estrellas.

—?Recuerdas cuando mirábamos por el telescopio?

—Sí. ?Dónde está? —pregunto.

—En el desván. Ya nadie lo usaba.

—?Tampoco tú?

—No. —Suspira.

Nos quedamos allí un rato más contemplando la inmensidad del universo. Mirar las estrellas es un acto fascinante en sí mismo porque son magníficas y atrayentes, pero, si te paras a pensarlo, es aún más impresionante, porque estás contemplando el pasado, la luz que nos llega. Al observar la Luna, vemos cómo era hace un segundo; cuando recibimos la luz del Sol, sabemos que se emitió hace unos ocho minutos; y, en el caso de Andrómeda, la galaxia más cercana a la Tierra, lo que podemos ver en una noche despejada es cómo era hace más de dos millones de a?os.

—Deberíamos volver a montarlo —le digo.

—Sí. —Mi padre asiente—. Quizá algún día…



Vuelvo a la gasolinera.

Ya no sé ni qué demonios comprar.

Recorro los pasillos durante un buen rato hasta que me decido a coger un paquete de patatas sabor barbacoa. Ni siquiera sé si serán comestibles, pero no me importa. Voy hasta la caja y me atiende George, coge el billete que le tiendo y me da el ticket.

No es tan difícil. Solo tengo que decir ?lo siento?, pero no consigo pronunciar las palabras. Con la bolsa de patatas en la mano, salgo de la gasolinera. Creo que me da miedo que piense que soy estúpido, algo que sin duda ya sospechará después de mis múltiples visitas, o que no recuerde por qué me disculpo o me pida que me meta esas disculpas por donde me quepan. Lo único que sé es que cada vez estoy más lejos de averiguarlo.

Regreso a casa y mi madre me ordena que pele unas manzanas para hacer compota.

Creo que debería ir pensando en abandonar el nido.



El desván está lleno de trastos.

Hay un montón de juguetes viejos que dudo que nadie vuelva a usar: mu?ecos, patinetes, una bicicleta con las ruedas desinfladas, puzles…

Encuentro el telescopio casi al fondo. Resoplo al ver que está desmontado e intento encontrar todas las piezas. Cojo el trípode, la montura, el tubo y salgo de allí al jardín. Encuentro las partes más peque?as, como el ocular o el buscador, en una caja.

Mi madre aparece cuando estoy ajustando los últimos tornillos.

—Cuánto tiempo. Te gustaba mucho cuando eras peque?o.

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