El mapa de los anhelos(127)





Amanece un día lluvioso.

He dormido hasta tarde y, al bajar a la cocina, mi madre ya tiene algo en el horno que no alcanzo a distinguir y está sentada a la mesa con una taza de café.

—Buenos días, Will.

—Buenos días. —Me siento a su lado.

—?Te apetecen tostadas, un zumo, revuelto, salchichas…?

—Solo café, pero gracias.

Nos quedamos contemplando las gotas de lluvia que golpean el cristal de la ventana. El viento sopla con fuerza y zarandea los árboles del jardín.

—Hace un tiempo terrible, no deberías salir.

Asiento con aire distraído.

Y en ese momento comprendo que no voy a irme, que he vuelto para quedarme; no sé si durante unos días o unas semanas, soy incapaz de planificar algo más allá de las próximas horas, como si tuviese el cerebro entumecido y tan solo pudiese concentrarme en el aquí y el ahora. Así que eso es lo que hago. Presto atención a mi madre cuando me habla de unos vecinos nuevos que han llegado a la calle, el problema con la luz de la nevera (que prometo revisar cuando termine de desayunar) y la sorprendente noticia de que, por lo visto, mi padre está pensando en jubilarse.

—No tenía ni idea —le digo.

—Tampoco habláis mucho…

Reprime un suspiro y busca migajas del tama?o de un alfiler que va cazando con la punta del dedo índice. Tomo aire mientras la observo. Ya sabía que este momento llegaría: el de las explicaciones y las disculpas y las excusas…

—Lo siento, mamá…

—No, Will. No importa.

—Lo digo en serio. Debería haberos llamado más a menudo, pero… no podía. Estaba paralizado. Sigo paralizado —aclaro, y ella levanta la vista.

—Sabes que a nosotros no nos importa.

—?El qué? —pregunto confundido.

—Pues eso. Que estés paralizado. —Se estira el delantal y me mira con los ojos brillantes—. Te queremos igual. Eres nuestro hijo. Nuestro único hijo, Will.

Muevo la cabeza en una especie de asentimiento que se queda a medio camino. No sé si merezco todo este amor incondicional, no he hecho nada durante los últimos a?os para ganármelo, así que me cuesta decidir qué hacer con él.

Al final, termino aceptándolo.

Es fácil. Es… sencillo.

No he traído mucha ropa, pero sí la suficiente como para ir tirando. Tengo un par de libros en el coche que me dedico a releer por las noches durante los siguientes días. Las ma?anas las paso con mi madre. Me convierto en una persona de lo más extra?a que apenas reconozco y que se dedica a acompa?arla a hacer la compra, a ayudarla en la cocina y a reparar todos los peque?os desperfectos que hay en la casa, a pesar de que resultaría mucho más sencillo llamar a alguien especializado.

Al final de cada jornada coincido con mi padre. Compartimos un rato en el salón y nos ponemos al día sin entrar en detalles. No sé cómo, un día terminamos hablando de su jubilación, de que quiere disfrutar de los a?os que le quedan; quizá, viajar a Islandia a ver auroras boreales. Y a raíz de eso abrimos la caja de Pandora.

—Si quisieses mi puesto en la empresa… —empieza a decir—. Estoy seguro de que los demás socios lo aprobarían. Tendrías el voto de tu tío.

—Gracias, papá, pero creo que no.

Quizá en otro momento hubiese aceptado. Es el pasaporte hacia un futuro cómodo: un buen empleo muy bien pagado. Pero no creo que sea para mí.

—?Tienes algún plan mejor?

—No estoy seguro… —Dubitativo, pienso en mis opciones. Es evidente que este a?o está perdido, pero creo que debería tomar una decisión de cara al próximo—. Me imagino que buscaré trabajo y después… quizá pida un préstamo para un máster.

—?Un préstamo? Pero si nosotros…

—Lo sé, papá. Es por mí —aclaro.

Tarda un poco, pero cuando finalmente asiente, parece satisfecho. Creo que entiende que no quiero seguir dependiendo de su dinero, no porque no agradezca el ofrecimiento, sino porque necesito retomar el control de mi vida a todos los niveles.

—?Y en qué quieres especializarte?

—Propiedad Intelectual. Era algo que me gustaba. Creo que estaría bien ir hacia esa dirección y después… El después ya se verá.





58


Grace


Paso tantos días en el interior del Louvre que, cuando una ma?ana decido tomarme un café en una peque?a plaza, me sorprende el hecho de estar en París. Es como si al refugiarme en el arte convencional hubiese olvidado que, en esencia, toda la ciudad es un cuadro maravilloso y está vivo, los trazos de pintura cambian y se entremezclan.

La belleza de París, con sus luces y sombras, es apabullante.

Me dejo conquistar por las calles adoquinadas, el olor a croissants recién horneados, los pintores en la orilla del Sena y los puestos de libros de segunda mano, el queso fundido que me sirven en crepes, el pan crujiente y tostado, y el barrio de Saint-Germain-des-Prés, donde se alza la iglesia más antigua de París, con sus calles repletas de galerías que conducen al Museo de Orsay, famoso por sus cuadros impresionistas.

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