El mapa de los anhelos(128)
En esta ciudad, es tan fácil perderse como encontrarse.
Cada día descubro un rincón nuevo y no quiero irme, así que decido improvisar y alargo un poco más mi estancia allí, a riesgo de tener que recortar el recorrido por Italia. En estos momentos estoy deslumbrada y ya pensaré en el ?ma?ana? cuando llegue.
Disfruto de esos últimos días visitando palacios, jardines y callejeando. Me tomo algo en el Café des Deux Moulins tan solo porque aparecía en Amélie y es, sin duda, una de mis películas favoritas; Lucy solía bromear diciéndome que me parecía a ella por el corte de pelo y mis rarezas. Como típica enamorada de Monet, voy al Musée Marmottan. También visito la Sainte-Chapelle, la Catedral de Notre Dame y las catacumbas de París. Y recorro Montmartre junto a todos los demás transeúntes, porque me encanta haberme convertido en una turista más, con la cámara analógica que me compré en el mercadillo de Londres colgada del cuello. Fotografío a un ni?o que sube y baja las escaleras de la Basílica del Sagrado Corazón y luego me quedo mirándolo hasta que él y sus padres se marchan.
No sé qué es lo que me impulsa a ir al cementerio de Père-Lachaise, pero pasear entre esas tumbas me entristece de una manera inesperada; el lugar es tan hermoso como melancólico. Cuando salgo de allí ya es tarde y cojo el metro. Compro un poco de pan y queso para cenar en la habitación que tengo alquilada. La casera vive justo enfrente, debe de tener unos noventa a?os, pero sube los escalones del edificio más rápida que yo.
Llamo a su puerta con los nudillos.
—Que veux-tu?
—Yo tengo que… irme, je me’n va…, eh…
—Quand pars-tu?
—Demain —anuncio.
—D’accord, pas de problème. Bonne nuit.
Después, me cierra la puerta en las narices. Admito que me gusta el carácter de los franceses. Son muy suyos, como creo que todos deberíamos ser.
En la habitación, meto el trozo de queso en el pan y me lo como distraída. A través de la minúscula ventana, contemplo los tejados de París y sé que es el recuerdo perfecto para mi última noche en la ciudad. Me fijo en las diminutas luces encendidas que parecen luciérnagas colgando de los edificios y pienso en toda la gente desconocida con la que comparto este espacio en el mundo. Siento entonces el mordisco de la soledad, pero es peque?o, casi amable. Al fin y al cabo, pasar tiempo con esta versión de mí es gratificante: entiendo mi peculiar sentido del humor, uno que es un poco sarcástico, me divierten mis ideas y me siento cada vez más cómoda en mi propia piel.
Estoy bien. Estoy conmigo.
59
Will
Llevo un par de semanas en casa de mis padres y todo parece tan perfectamente normal que resulta evidente que en breve algo romperá esa monotonía, porque así es la vida en general: una gráfica llena de picos y bajadas, y vuelta a empezar.
Estoy podando uno de los árboles del jardín cuando se me agota la paciencia y lanzo al suelo las tenazas. No están afiladas y el óxido se extiende por las hojas de metal; es imposible cortar las ramas más gruesas con eso, así que decido coger el Jeep y comprar una herramienta decente.
Se lo digo a mi madre, que está hablando por teléfono en el salón, y asiente distraída sin prestarme atención. Cojo la chaqueta y monto en el coche.
Dejo atrás el barrio residencial donde vivimos, pero no me interno en la ciudad, sino que avanzo hacia la gasolinera más cercana porque sé que allí venden utensilios de jardinería. Entro en el establecimiento y recorro los pasillos en busca de mi objetivo. El sitio es grande. Al final, como no lo encuentro, me acerco a uno de los reponedores que está agachado delante de las botellas de refrescos. Espero hasta que se gira.
Una mueca cruza su rostro antes de que consiga disimularlo.
Es George Dannis, lo sé porque solía ser el blanco de las bromas de Josh. En una ocasión, en la clase de Plástica, vació un tubo de pintura azul en su cabeza y las risas de casi toda la clase se extendieron alrededor. Recuerdo una sensación extra?a trepando por mi cuerpo: náuseas e incomodidad. Pero no hice nada. Permanecí al lado de Josh, fiel e inseparable, porque pensaba que estar en ese extremo era mejor que encontrarme en el otro. Casi me sentía… afortunado.
—?En qué puedo ayudarte? —pregunta con profesionalidad.
—Yo… —Este es el momento en el que debería pedirle perdón. Lo sé. Soy tan plenamente consciente de ello como de que el cielo es azul. Y, sin embargo, me aturullo y digo—: Buscaba unas tenazas.
—?Cortas o largas?
—Cortas. Para podar.
—Todas son para podar —masculla, y noto cierta irritación en su voz que, en lugar de animarme a dar el paso, me empeque?ece de golpe.
—Sí, claro. ?Dónde están?
—Segundo pasillo, al fondo.
—Gracias.
Cuando lo miro por última vez, George está alineando con cuidado las botellas de refresco y parece ignorarme a propósito. No lo culpo. Me alejo de él, consigo encontrar la herramienta y pago en la caja. Después, cuando entro en el coche, me quedo un rato contemplando la puerta de la gasolinera hasta que decido arrancar y marcharme.