El mapa de los anhelos(133)
—Vaya. —Sonrío.
—Sí, vaya. Mi padre lo odia.
—Eso solo puede significar que estás con el hombre adecuado.
Se le escapa una sonrisa peque?a y después suspira y me mira.
—Siempre tuviste el don de salirte por la tangente.
—En realidad, estoy intentando ir en línea recta.
—Es un primer paso.
No tenemos mucho más que decirnos. Lena me acompa?a a la salida y volvemos a mirarnos en silencio. Los dos sabemos que será la última vez que lo hagamos.
—Cuídate —susurro.
—Tú también, Will.
El chasquido de la cerradura resuena en el pasillo vacío y marca el final definitivo de nuestra historia juntos y, en parte, de mi vida en Nueva York. Mientras el ascensor desciende los diecisiete pisos que me separan del suelo, me siento más ligero. Cuando salgo a la calle, a pesar de estar rodeado por rascacielos, tengo la sensación de flotar.
Grace tenía razón.
Para continuar adelante, uno debe cerrar las puertas que ha ido dejando abiertas; de lo contrario, corres el riesgo de enfrentarte a corrientes de aire imprevistas.
El peso disminuye conforme avanzo. Las emociones más oscuras se diluyen como acuarelas aguadas. El futuro se dibuja raro e incierto, pero lleno de posibilidades.
Siguiendo la tradición anual, la ciudad ha empezado a vestirse con adornos navide?os; los escaparates compiten entre ellos por llamar la atención de los visitantes, el cielo encapotado anuncia lluvia o, quizá, si cae al anochecer, termine nevando. El frío es intenso, pero, lejos de molestarme, me satisface poder sentirlo mordiéndome la piel.
Estamos a finales de noviembre y, por primera vez en mucho tiempo, sé exactamente hacia dónde me dirijo.
62
Grace
Me he preguntado muchas veces cómo me sentiría cuando llegase este día y en ninguna de mis fantasías estaba corriendo desesperada por las calles de Viena.
Es veintinueve de noviembre. Ha pasado un a?o desde que Lucy tomó su última bocanada de aire y cerró los ojos para siempre, desde que sostuve su mano inerte entre las mías mientras sentía que un centenar de insectos me devoraban por dentro, desde que el mundo cambió porque ella se marchó, aunque ese mundo no lo sepa. Pero así es. Cada vez que alguien muere y nace, todo se recoloca; es un engranaje que gira, se rompe, encaja otra vez. Parece que no ocurra nada, pero estoy segura de que de cerca pueden verse peque?as fisuras y muescas que simbolizan la tristeza y la felicidad.
Consigo coger un taxi y le indico mi destino al conductor: el palacio Belvedere.
Tras diez minutos de trayecto, en pleno corazón de Viena se dibuja el edificio barroco rodeado de jardines. Es inevitable quedarse sin aliento al verlo. No solo por su esplendor, sino porque sé lo que alberga en una de sus galerías.
Pago la carrera, espero, consigo entrar, me muevo con torpeza entre las salas e intento descifrar el mapa del folleto que he cogido. Es tarde. El palacio pronto cerrará sus puertas y me encuentro perdida en su inmensidad. Si durante estos meses las ciudades que me han acogido no me hubiesen puesto a prueba una y otra vez, me habría rendido. Pero no lo hago. Consigo calmarme, le pregunto a una mujer que no habla mi idioma y que, sin embargo, logra que la entienda con unas cuantas se?as.
Y avanzo hasta el lugar indicado.
Hay más gente allí dentro, pero se vuelven invisibles en cuanto mis ojos se posan en el cuadro que se alza imponente en la sala. Es inmenso, casi dos metros de alto y de ancho. El icónico beso de Gustav Klimt reina en todo su esplendor.
Lo admiro en silencio. Me empapo de la imagen y me fijo en cada detalle; la manera de combinar las dos y las tres dimensiones, que la ropa de ella tiene motivos florales y redondeados, pero la de él está estampada con formas rectangulares. El uso del oro como pigmento, su brillo ligero, también la plata. La delicadeza que desprende el jardín a los pies de los amantes y ellos, abandonándose entre los brazos del otro. Siempre he pensado que el amor es tan inestable como el clima, pero la ternura y la intimidad son resistentes.
Y entonces percibo su presencia.
Se mueve despacio, como lo haría un gato en mitad de la noche, pero lo siento. Lo hago porque sé cómo huele, cómo se alza su cuerpo a mi lado, la distancia exacta entre su cabeza y la mía, y la rigidez de sus hombros.
Will está aquí.
Después de casi tres meses sin vernos, nos encontramos los dos delante de El beso. No giro la cabeza, no digo nada, casi ni respiro. Por fuera me convierto en una estatua, aunque por dentro todo mi ser parece volverse líquido e inestable. No sé cuánto tiempo permanecemos callados hasta que su voz llega como una cascada y me inunda.
—Pensé en lo que me dijiste aquella noche en la noria.
—No lo recuerdo —miento.
—Sobre que, en esencia, todos nos estamos muriendo y que, si tuviésemos un cronómetro donde poder ver el tiempo que nos queda, no sabríamos qué hacer.
—Ya.
No quiero mirarlo. No quiero. Peor aún: no puedo. Tengo la sensación de que si lo hago se esfumará, dejará de ser real y confirmaré que tan solo es una ilusión.
—Hace ya bastante que descubrí con quién me gustaría compartir ese tiempo.