El mapa de los anhelos(126)



Cuando me despido de Londres, ya casi me he encari?ado con las cucarachas.





57


Will


Regreso a casa un martes cualquiera sin avisar. Mi madre parpadea confundida cuando me ve en la puerta y, a continuación, como si acabase de recibir una descarga eléctrica, se aparta para invitarme a entrar y me agasaja con sus cuidados. ??Quieres tomar café??, ?qué buen aspecto tienes, hijo?, ??te apetecen unos pastelitos de calabaza??, ?puedes quedarte a cenar, pensaba preparar pollo al horno con patatas?.

—Está bien, me quedaré —le digo.

Ella abre mucho los ojos, como si no pudiese creérselo, y yo me siento tan mal que se me revuelve el estómago. Encuentro a mi padre en el comedor con una tónica en la mano mientras ve un partido de los Nebraska Cornhuskers. Ella no tarda en anunciarle las buenas noticias y él me mira con cierta desconfianza. No lo culpo.

—?Necesitas dinero? —pregunta cuando nos quedamos a solas.

—No.

—?Y entonces por qué estás aquí?

—Me apetecía venir a veros.

Mi padre alza las cejas y asiente.

—Ah. Vale.

La cena no es exactamente incómoda pero sí extra?a. Mamá no para de hablar en ningún momento y resulta demasiado evidente que se esfuerza por no dejar huecos en los que pueda colarse el silencio. Es difícil seguirle el ritmo y me veo respondiendo a todas sus preguntas para intentar complacerla. Papá se mantiene más callado, aunque me mira con atención cuando les hablo del Jeep que me he comprado y de la caravana en la que vivo. Ya lo sabían, pero nunca había entrado en detalles.

—?Y cómo siguen las cosas por Ink Lake?

—No ha cambiado mucho. Es tranquilo.

—?Piensas quedarte allí más tiempo?

—No estoy seguro…

Es la verdad. No sé muy bien qué hago en casa de mis padres y adónde iré después, pero he dejado el trabajo en el pub y solo he pagado por adelantado el alquiler de este mes de la caravana.

Cuando terminamos de cenar, mamá insiste en sacar los pastelitos de calabaza y nos sentamos en el salón. La chimenea está encendida, aunque todavía estamos a mediados de octubre. Creo que ninguno de los tres sabemos qué decir, así que nos limitamos a mirarnos, a carraspear y a preguntar cosas obvias.

Mi relación con mis padres no siempre ha sido así. Hubo un tiempo en el que estuvimos muy unidos. Con ella tenía la suficiente confianza como para hablarle de cosas que la mayoría de los adolescentes no contaban a sus madres, íbamos al cine juntos algún domingo y al salir nos tomábamos un batido en un sitio que tenía un repertorio de sabores inimaginable. Con él las palabras escaseaban más, pero usábamos juntos el telescopio y lo escuchaba con atención cuando me hablaba del cielo o de los negocios familiares.

No recuerdo en qué momento esos afectos empezaron a romperse, pero probablemente fue cuando me marché a la universidad. Los veía menos, tan solo cuando regresaba unos días por Navidad o durante el verano, si no estaba de viaje. Conforme los a?os fueron pasando, la relación se desgastó. Cuando vivía en Nueva York y la pantalla del móvil parpadeaba porque me llamaba mi madre, siempre estaba haciendo algo más interesante que me impedía cogerlo en ese momento y me decía a mí mismo que la llamaría más tarde, pero la mitad de las veces la intención caía en el olvido.

Y luego llegó el accidente. El culmen de todas las decepciones.

Cuando el dinero que tenía en la cuenta disminuyó considerablemente por culpa de los costes del proceso judicial, mis padres se hicieron cargo de ello. Contrataron a los mejores abogados, asistieron a las reuniones con ellos y pelearon hasta el final, cuando pagaron la indemnización que se fijó para Josh.

La lógica dicta que el agradecimiento debería haberme convertido en un hijo mejor, más atento y cari?oso, pero ocurrió todo lo contrario. Me alejé. Arrastraba la vergüenza y la incomodidad del fracaso. Al verlos, esa sensación asfixiante se volvía más intensa. Así que hice lo más fácil: esconderme de todo lo que dolía, empezando por ellos.

Y, ahora, aquí estoy. En el punto de partida.

—Es tarde, Will —dice mi madre.

—Sí. —él mira por la ventana.

—Tu habitación sigue como la dejaste.

—Deberías quedarte —a?ade mi padre.

Ni siquiera intervengo, tan solo asiento con la cabeza y dejo que ellos lo organicen todo, aunque eso me recuerde la razón por la que me distancié. Sin embargo, aunque soy un adulto, por un momento resulta agradable sentir que otros toman las riendas y que no tengo que esforzarme para sobrevivir. Supongo que por eso la infancia es el periodo más feliz de la existencia, por la ingenuidad y la falta de responsabilidades.

Lo pienso cuando me dejo caer en la cama. Desde ahí veo la ventana de enfrente, esa por la que se asomaba Josh cada día. Trago saliva y me giro para darle la espalda. Tardo una eternidad en dormirme. Me encuentro raro en esa habitación que ya no siento como mía y me pregunto qué es lo que pretendo volviendo allí, pero no obtengo ninguna respuesta sólida a la que aferrarme. Recuerdo que en algún lugar leí que dudar es de valientes y, después, cuando las palabras se asientan en mi pecho, me quedo dormido.

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