El mapa de los anhelos(119)



No dice nada más. Yo tampoco. Me quedo mirando la pizza que tengo delante: el tomate triturado, las olivas troceadas, los champi?ones laminados, el queso deshilachado; supongo que, en ocasiones, para que algo termine de encajar hace falta cortar y moldear.

Lanzo un suspiro y miro a mi padre.

—Dijiste que mamá era para ti como un faro en medio de la tormenta.

—Lo es. Sigue siéndolo, aunque hay cosas que han cambiado y ella también lo sabe. Sé que resultaría más fácil pensar que todo se debe a una tercera persona, pero no es verdad. Hace a?os que estamos… agotados. Cuando la vida te pasa por encima, llega un momento en el que la persona que tienes al lado te recuerda demasiado a todo lo que has perdido. Tu madre necesita empezar de cero y yo también.

Asiento con la cabeza, aunque me invade la melancolía y la a?oranza de todo lo que nunca viví. Puedo imaginar a mis padres conociéndose en esa fiesta: ella con un vestido espectacular, él todo elegancia y belleza. Bailan y ríen y hablan sin cesar. Lo veo a él mudándose de ciudad para estar a su lado. Y luego la barriga de mi madre creciendo y creciendo hasta que Lucy llegó al mundo siendo un bebé diminuto y perfecto. Seguro que fueron muy felices. Al menos hasta que se vieron empujados a traerme a mí al mundo, porque el cáncer de mi hermana y mi nacimiento siempre han sido dos acontecimientos que han ido de la mano. Después, la vida haciendo de las suyas. Veo momentos dulces entremezclados con otros más agrios. Infecciones de orina, neumonías, descamación, ictericia. Trabajo y hospitales y un cansancio tan extremo que me sorprende que hayan sido capaces de soportarlo con entereza hasta el final, ese día que enterramos a mi hermana y tuvimos que permanecer allí de pie contemplando con impotencia la lápida en la que podía leerse: ?Lucy, hoy las estrellas brillan más contigo en el cielo?.

—?Y ahora qué? —le pregunto.

—No lo sé. Vamos a ir paso a paso. Tú te marchas a Europa, mamá acaba de empezar a trabajar… —Sonríe levemente, y sé que está feliz por ella.

—Todo ha cambiado mucho —digo.

—Sí, todo ha cambiado. —Y asiente.

No decimos nada más, pero empujo el plato de pizza hacia él y acepta el ofrecimiento cogiendo una porción peque?a. Yo lo imito. Cada bocado parece acercarnos más a una especie de tregua definitiva. Cuando dejo de tener apetito, le pido que espere un momento y subo a la habitación para buscar el sobre rojo que Lucy dejó para él. Sigue sentado en la cocina cuando lo dejo en sus manos.

La expresión de su rostro es muy diferente a la del abuelo. No es dulce. Es desgarradora. Los ojos se le inundan de lágrimas que acaban precipitándose por sus mejillas en silencio. No abre el sobre de inmediato, sino que repasa con la punta del dedo las letras mayúsculas que Lucy escribió, las dos pes y las dos aes que forman un ?PAPá?.

No me marcho y él tampoco me pide que lo haga. Permanezco en silencio sentada enfrente hasta que se decide a abrir el sobre y sacar la carta que hay en su interior. Es larga. La lee en silencio sin dejar de llorar, pero la angustia de su rostro se va transformando en algo parecido a la serenidad. No sé qué pone exactamente en la carta, pero sí sé que con cada palabra que deja atrás se muestra más calmado y estoico. Cuando termina de leerla, la guarda con suma delicadeza y me mira.

—?Estás bien? —atino a preguntar.

—Sí. Tu hermana era muy especial…

—Lo sé.

—Tú también lo eres.

—Bueno…

—Ven aquí, saltamontes.

No me muevo, pero él sí lo hace. Se levanta para abrazarme contra su pecho que, pese a todo, sigue siendo sólido. Los recuerdos llegan como una tromba de agua: papá jugando con las dos en el suelo del salón, papá cocinando mientras tararea, papá junto a la cama de Lucy con la baraja de cartas en la mano, papá plantando las flores preferidas de mamá en el jardín, papá peleándose por teléfono con los del seguro médico, papá llevándome a la pista de patinaje…

Y creo que es verdad lo que un día me dijo Will.

Todos somos versiones de nosotros mismos.





50


Grace


Se ha convertido en una costumbre atravesar por la noche el camino de gravilla para llegar hasta él. Quizá sea porque cuando la luna está en lo alto del cielo el mundo se queda en silencio y mi cabeza empieza a darle vueltas y vueltas a todo hasta que tengo que salir porque no puedo contener más los pensamientos.

No lo he visto desde que me dejó en casa después de cometer juntos una locura y contemplar el amanecer en el aparcamiento del centro comercial. He buscado excusas. Que estaba con el abuelo. Que había quedado con Olivia. O que tenía que terminar de ultimar los preparativos del viaje. Y todo es cierto, como también es cierto que he estado evitándolo porque sabía lo que ocurriría cuando quedásemos.

Lo que está a punto de ocurrir ahora.

Llamo a la puerta de la caravana con una sensación incómoda en el pecho. Contengo el aliento cuando abre la puerta y me sonríe, porque sé lo cómodo que sería quedarme a vivir en esa maravillosa y cálida sonrisa, pero también que el conflicto continúa ahí, latente, y una de las partes le ha ganado terreno a la otra, así que no puedo seguir ignorándolo.

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