El mapa de los anhelos(115)
La pista de patinaje se encuentra dentro de un centro comercial.
El lugar está desierto. Tan solo hay dos coches en el parking cuando apago el motor. Me quedo mirando el enorme edificio de enfrente cuyas puertas, como es evidente, están cerradas. No tengo ningún plan cuando me inclino hacia Grace y susurro su nombre para despertarla. Abre los ojos lentamente.
—Ya hemos llegado —le digo.
Me mira en la oscuridad del coche unos instantes antes de sonreír y quitarse la chaqueta, aunque la animo a que se la ponga por encima cuando bajamos.
Avanzamos hacia el centro comercial.
Paramos en la puerta. No hay timbre. No hay nada. Camino hacia atrás unos cuantos pasos, miro hacia arriba y lanzo un suspiro. Grace alza las cejas y sonríe.
—Will Tucker, ?estás calculando si es posible saltar el muro?
—Sí.
—Y yo que pensaba que eras el más sensato de los dos…
—?Qué me dices? ?Puedes subir a mis hombros?
—?No has pensado que la puerta de la pista de patinaje también estará cerrada?
—Todo a su tiempo, Grace.
—Mierda, ?vas en serio?
—Joder, claro. ?Quieres patinar o no?
—Sí. Sí quiero.
—Pues venga.
Me agacho y ella trepa por mi cuerpo. Coloca los pies en mis hombros y la sujeto por las piernas. Se aferra a la parte superior del muro, pero en ese momento me muevo un poco a la derecha y pierde el equilibrio. Suelta un grito. Un grito que deben de haber oído en todo el país.
Y medio minuto después…
—?Quién anda ahí?
Una linterna oscilando por el muro.
—?Hola! ?Estamos aquí! —exclamo, y Grace me mira como si me hubiese vuelto loco del todo, cosa bastante probable—. En la puerta. ?Sería tan amable de abrirnos?
Un silencio indeciso da paso al chasquido del cerrojo. El hombre que aparece cuando la puerta se abre es joven, de cabello rubio y ondulado, con un rostro ligeramente ovalado. Nos apunta con la linterna como si fuese un arma y le muestro la mejor de mis sonrisas mientras Grace permanece callada a mi lado, toda una rareza.
—Lamentamos robarle un minuto de su tiempo —comienzo diciendo—. Pero hemos venido desde lejos. Muy lejos —a?ado para aderezar la historia.
—Son las tres de la madrugada —dice el hombre.
—Sí. Nos preguntábamos si podríamos entrar un minutito de nada a la pista de patinaje. Comprendo lo extra?o que parece todo esto, pero no somos ladrones ni nada parecido, tan solo… —Como si buscase intimidad, me acerco más a él, que está completamente alucinado—. La chica con la que he venido es mi novia y necesita volver a patinar. Le encantaba hacerlo cuando era peque?a, pero después…
—?Después…? —Está intrigado.
—Su sue?o se truncó —contesto.
él me mira unos segundos y sacude la cabeza.
—Vuelvan por la ma?ana. Abrimos a las diez.
Da un paso atrás y sujeta la pesada puerta con la intención de cerrarla cuando me interpongo en su camino. No parece hacerle demasiada gracia, así que aflojo un poco y dejo escapar el aire contenido. Hago un esfuerzo por recordar a ese Will que era capaz de convencer a media universidad para cambiar el lugar donde iba a celebrarse la fiesta de fin de a?o o de presentarse a una entrevista de trabajo y parecer imprescindible para la empresa, tan seguro y eficiente que nadie dudaba de que terminaría liderando la oficina.
—?Nunca has cometido una locura por amor? —le pregunto y, antes de que tenga tiempo de meditarlo, continúo—: Si lo que quieres es dinero, puedo pagarte. Y si no, haz una excepción por una vez. Piénsalo: podrás contárselo a tus nietos algún día. Recordarás este momento y, en lugar de preguntarte durante a?os por qué no dejaste pasar a esa pareja, se convertirá en una anécdota de tu vida. Por favor. Te lo ruego.
Vacila y ya sé que he ganado.
—Me juego mi puesto.
—Nadie se enterará jamás de esto, te lo aseguro.
—Diez minutos —dice.
—Veinte —me arriesgo.
—Quince. Ni uno más.
Mira a ambos lados de la calle antes de abrir las puertas y dejarnos pasar. Grace sigue sin decir nada hasta que él nos conduce a la pista de hielo, busca la llave correcta en su cinturón y la encaja en la cerradura. Nos enciende un par de luces, pero el recinto está prácticamente a oscuras. Me hace un gesto se?alándose el reloj que quiere decir que el tiempo corre y que no tenemos mucho. Asiento y le doy las gracias.
—No me lo puedo creer —susurra ella cuando desaparece.
—Rápido, ponte los patines. Ven, te ayudo.
Grace se muestra un poco aturdida mientras le quito las zapatillas y saco los patines de la caja. Apenas siento el frío que hace aquí dentro porque la adrenalina lo nubla todo. La acompa?o cuando agacha la cabeza para cruzar la valla y se mete en la pista.
—?Estás bien, Grace?
—Creo que sí. Creo… que estoy mejor que nunca.
Me sonríe y yo me siento el hombre más afortunado sobre la faz de la tierra cuando veo que se desliza por el hielo. Mueve las piernas, primero despacio, casi temblorosa, y después se impulsa con más fuerza. Y es… es como si volara. Parece un pájaro que acaba de escapar de una jaula después de a?os encerrado sin poder extender las alas. Todo su cuerpo se arquea con gracilidad, el rostro se le relaja, alza los brazos y se ríe. Si no fuese imposible, pensaría que su risa se me cuela dentro y se queda ahí rezagada y burbujeante. Mirarla es hipnótico y no puedo dejar de hacerlo. Mientras permanezco apoyado en la valla que limita el perímetro de la pista, soy consciente de que contemplarla es un regalo y me cuesta creer que mis actos me hayan conducido hasta este instante.