El mapa de los anhelos(103)



Will sonríe y, poco después, lanza el ba?ador hasta la orilla. Me río, porque me encanta esto. Me encanta pasármelo bien con él. Me encanta sentir que en este instante no necesito a nadie más. Me encanta comportarme de forma estúpida a su lado.

—Escandalicemos a familias felices —dice.

En realidad, dudo que nadie aparezca, aunque es difícil asegurarlo. Estamos en una zona apartada de los tramos más turísticos y rodeados por árboles.

Me acerco a él para colgarme de su cuello y besarlo.

—Sigues siendo un chico malo —susurro.

—No. —Y se aparta. Y está serio.

—Will, solo era una broma.

Hunde el rostro en mi cuello y se queda ahí unos segundos hasta que empiezo a acariciarlo bajo el agua y noto que todo su cuerpo se tensa en respuesta. Lo siento duro al rodearlo con la mano y Will murmura algo en mi oído que no llego a escuchar e instantes después tira del lazo de la parte superior de mi biquini y la tela cae al agua.

Nos movemos para acercarnos a la orilla.

No dejamos de besarnos. Hay algo irrepetible en la manera en la que dos personas se besan cuando acaban de enamorarse. Parece que el mundo empieza y termina en los labios del otro, y un acto tan sencillo y primitivo se vuelve adictivo como si fuese el intento frustrado de tener más, de sentir más, de conocer más.

Me quita la única prenda que me queda y le rodeo las caderas con las piernas. Y sencillamente nos mecemos así, desnudos, tan juntos uno del otro que el agua nos rodea para poder seguir su curso. El sol caliente me acaricia la espalda y me siento bien, tan bien que me atemoriza pensar que esto sea un espejismo.

Lo acaricio otra vez cuando nuestros labios se encuentran. Lo toco como él ha hecho antes conmigo, despacio al principio, más deprisa conforme su respiración se acelera y acaba gru?endo contra mi mejilla cuando se deja ir, como si la rapidez con la que el placer aparece y se marcha le resultase frustrante.

Seguimos un rato más allí abrazados, hasta que el calor empieza a disiparse y el frío del agua va ganando la batalla.

—Deberíamos salir.

—Vamos —contesta.

Me levanta con suavidad para que pueda alcanzar la orilla y luego él se impulsa con los brazos. Buscamos los ba?adores, nos vestimos y nos dejamos caer sobre las toallas. Siento la piel fresca y elástica mientras me seco al sol y Will, a mi lado, tiene los ojos cerrados y respira hondo una y otra vez.

—?Qué estás haciendo?

—Nada —responde él.

—Estabas respirando raro.

—Solo profundamente. Era uno de esos momentos… Uno de esos momentos en los que me siento agradecido por poder respirar. —Gira la cabeza y me mira con un destello de diversión—. Quizá tengas algo que ver.

—?Y a qué debo el honor?

—Digamos que me haces feliz.

Nadie me había dicho algo tan simple o grandilocuente, depende de cómo se mire. Debería sentirme halagada, pero noto una sensación burbujeante en la tripa a la que no sé ponerle nombre; se asemeja a un pececillo que boquea intranquilo. Quizá sea miedo o angustia ante la idea de que la felicidad de otra persona dependa de mí.

—La felicidad resulta demasiado efímera, casi un espejismo. No puede durar porque, entonces, uno dejaría de ser consciente de que se siente así. Es como enamorarse. Algo tan intenso está destinado a estabilizarse; de lo contrario, enloqueceríamos.

—Tiene sentido —contesta él.

—La felicidad es una asíntota.

—?Qué intentas decir con eso?

—Pues lo evidente. Siempre me ha gustado esa palabra: ?asíntota?. Algo que se desea y a lo que te acercas de manera constante, pero que nunca llega a cumplirse.

Will asiente, su mano roza la mía y vuelve a cerrar los ojos. Lo estudio en silencio e imagino que es una antigua escultura griega, ahí tumbado bajo el sol, con las líneas perfectas de su cuerpo talladas en piedra. Si tuviese que dibujarlo, sé que empezaría por la mandíbula, porque todo él parece partir de ese hueso que le da un distinguido aire masculino y luego subiría por sus mejillas, con la piel marcada en algunas zonas por los rastros de acné juvenil, y el trazo de la nariz sería limpio y preciso antes de detenerme en el entrecejo, justo donde se concentran todas las preocupaciones de Will.

Sé que siguen ahí. Lo sé. No puedo verlas, pero lo percibo. Los problemas de Will no van a solucionarse tan solo porque decidiese contármelos. No estoy segura de qué percepción tiene de sí mismo después de cambiar de ciudad, de amores, de amistades, de familia, de trabajo, de sue?os y, lo más importante, de corazón. A veces me gustaría profundizar más en ello y en otras ocasiones prefiero no tocar nada, caminar de puntillas y aferrarnos a esto que tenemos como si el amor fuese la cura para todo, unos mililitros al día cada ocho horas. Es, probablemente, lo que hemos hecho durante las últimas semanas: dejarnos llevar. Pasar días perfectos como este o como la noche que celebramos su cumplea?os viendo las Perseidas y comiendo espaguetis con mucho queso. Disfrutar solo del presente después de enterrar el pasado y de evitar pensar demasiado en el futuro.

—La felicidad es viajar sin equipaje —susurro.

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