El mapa de los anhelos(108)
—?Qué te parece? —pregunta cuando termina de contarme en qué punto se encuentra el proyecto y cuál va a ser exactamente su cometido.
—Son bonitas. Es una pena que estén abandonadas.
—Eso mismo pensé cuando vine a verlas…
Suspira y alza la vista hacia una de las casas. Se queda mirándola un buen rato y me pregunto si se dará cuenta de que estar en este lugar, vestida con un pantalón beis que hacía mucho que no usaba y con la mirada llena de ilusión, es una victoria inesperada, porque ni siquiera yo, que siempre anhelé que mi madre fuese mi madre en el sentido más clásico de la palabra, habría apostado que ocurriría y me siento afortunada de poder ser testigo de ello.
—Todo el mundo dice que eras la mejor…
—Bueno… —Baja la vista hacia mí y la veo dudar, pero después su semblante cambia y asiente—. Pues sí. La verdad es que lo era, ?qué demonios!
—Eso. Bien dicho.
Y nos sonreímos antes de regresar al coche.
Ya es tarde, pero le pido si puede dejarme en la biblioteca. Ella asiente y cambia de dirección para llevarme hasta allí. Le explico que estoy planificando el recorrido del viaje y que quiero coger algunas guías de varias ciudades y poder leerlas con calma, pasando las páginas, nada de buscar en Internet tan solo los lugares más emblemáticos o visitas ya organizadas. Quiero ir por libre, pero teniendo conocimientos previos.
Frena delante de la puerta cuando llegamos.
—?Vuelves por tu cuenta? —pregunta.
—Sí, es un paseo. No te preocupes.
Salgo del coche y entro en el edificio. No es demasiado grande. Los libros están en la segunda planta y abajo hay varias salas de reuniones. Subo por las escaleras, saludo a la recepcionista y voy directamente a la sección de viajes. Recorro las hileras de guías y libros con el dedo índice, tocando los lomos; es algo que hago siempre cuando veo una estantería abarrotada y me encanta porque es como saludarlos, ?ya estoy aquí —quiero decirles—, ya voy a descubrir qué escondéis entre las páginas?.
Miro, reviso, abro, cierro, saco, meto, leo.
Una hora más tarde, la biblioteca está a punto de cerrar y yo me llevo siete libros que consigo meter en la mochila de milagro. Cuento los escalones cuando los bajo, no sé muy bien la razón, y al llegar al último me detengo de golpe porque escucho una voz familiar.
—Yo también, Allison.
Solo eso, tres palabras que podrían no significar nada y tan solo ser la respuesta a un comentario trivial como ?adoro los guisantes con cebolla?, pero no es el caso. No lo es porque quien lo dice es mi padre, que se encuentra justo delante de una de las salas de reuniones, y su mano, esa mano que me ha sostenido durante toda mi vida, aferra la de Allison con una mezcla de ternura y deseo que me destroza.
Ella es la primera en verme. Sus ojos se agrandan.
Después, él se gira para ver qué le ha llamado la atención y me descubre ahí, paralizada todavía en ese último escalón, contemplándolos como si fuesen un retrato en miniatura de Jean Baptiste Weyler y tuviese que agudizar mucho la vista para distinguir bien la escena que representan. En este caso, es una bastante desagradable. Se me revuelve el estómago.
—?Qué estás haciendo? —Y es mi voz la que grita, pero no tengo la sensación de que sea así, como si hubiese dejado de pertenecerme.
—Grace, te lo puedo explicar. No es lo que…
—Oh, joder. Ni te atrevas a decir esa frase.
Y bajo el maldito escalón. Estoy enfadada. Estoy decepcionada. Estoy contrariada. ?Cómo es posible que esto esté ocurriendo cuando al fin parecía que las piezas encajaban, que todo iba bien, que mis padres estaban acercándose?
—Saltamontes, espera, por favor.
—No me llames así. En serio, no lo hagas.
Abro la puerta de la biblioteca de un tirón y salgo. Ya casi ha anochecido. Camino calle abajo a paso rápido, muy rápido, aunque sé que me está siguiendo. Tomo aire e intento calmarme, pero solo veo esas dos manos unidas y no dejo de pensar en mamá, en lo injusto que es después de todo lo que ha sacrificado por nosotras y por él. Media vida. Media vida y un corazón. ?Y esto es lo que recibe a cambio? Parece una broma del destino.
—?Grace! —me llama—. Para. Hablemos.
Freno de golpe y me doy la vuelta.
—?Sí? ?Quieres que nos tomemos un café para que me cuentes cómo te entretenías con esa mujer mientras nosotras atravesábamos el peor momento de nuestras vidas? ?Quieres convencerme de que no ha significado nada y todo eso?
No contesta. En lugar de negarlo, de luchar o insistir, se queda ahí plantado en mitad de la calle y, al final, me giro y me alejo sin mirar atrás, un paso tras otro. Noto el peso de la mochila en la espalda, me arden los pulmones y me pica la nariz. No es por mí. Es por ella. Es porque me duele tener que contarle esto y me aterra que la haga derrumbarse otra vez después de lo mucho que le ha costado levantarse.
Cuando llego a casa, el coche de mi padre está en el garaje. Ha sido más rápido. Encajo la llave en la cerradura con el corazón latiéndome a mil por hora.