Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(82)







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AXEL

Supe que Leah entraba en casa por el sonido de la puerta, pero no me moví.

Me quedé allí, en la terraza, con los codos apoyados en la barandilla y un cigarrillo entre los labios, contemplando el humo que se retorcía antes de que el viento lo disipase.

Y después sentí sus brazos rodeándome por detrás. Cerré los ojos. Esos días me sentía como la mierda cada vez que ella salía de casa y el peso de la culpabilidad me descolocaba. Pero volvía a sentirme feliz y pleno cuando regresaba y me saludaba con una de esas sonrisas inmensas que le llenaban la cara.

—?Qué tal la tarde? —pregunté.

—Bien, he estado un rato con Blair y Kevin. Luego he pasado por la cafetería y te he traído tarta —dijo poniéndose a mi lado, y me dio un beso —. Tu preferida.

Yo la apreté contra mi cuerpo devorándola hasta quedarme sin aliento.

Acaricié su lengua despacio, como si fuese nuestro primer beso, porque con Leah todo era un poco así, como si todos los besos de mi vida hubiesen sido un ensayo hasta que ella llegó. No quería pensar por qué, ni cuándo ni cómo, porque me daba miedo lo que pudiese descubrir: que quizá siempre había sentido algo por ella. No amor. No deseo. Pero sí una conexión, como ese halo en sus pinturas que tiraba de mí igual que un hilo invisible, atándome de algún modo retorcido.

—?Qué te pasa? —Me miró preocupada cuando se separó.

—Nada. Te echaba de menos.

—Yo también a ti.

—Vamos a hacer la cena.

No volví a pensar en nada. Solo en ella a mi alrededor, en los hoyuelos que se le marcaban al sonreír, en el dedo que se llevó a la boca al probar la salsa y que me hizo ponerme duro de inmediato, en el brillo de sus ojos cada vez que me miraba…

Cenamos en la terraza relajados y luego ella fregó los platos mientras yo ponía a calentar el agua para el té. Me dejé caer en los almohadones y Leah se sentó entre mis piernas, con su espalda pegada a mi pecho. Me encendí un cigarro y mantuve la mano un poco alejada para que el humo no la molestase. La música sonaba desde el salón. Aquello era perfecto, y tuve la sensación de que no era la primera noche que estábamos tan cerca, como si hubiera habido muchas más, pero con otras formas, o de colores y texturas diferentes. Me resultó natural rodearle la cintura con la mano que tenía libre y pegarla más a mí. Ella respiró hondo, tranquila.

—Oigo tu corazón desde aquí —dijo.

—?Y qué escuchas? —Di una calada.

—No lo sé. A ti. Cosas. Me encantaría poder pintarlo.

—Pintar un sonido… —susurré—. Buena suerte con eso.

Leah se rio con suavidad y volvimos a quedarnos callados un rato. A mí no me hacía falta hablar teniéndola cerca. Cerré los ojos mientras sonaba Pepperland. Pensé que aquella noche era como todas las que había pasado solo en esa terraza durante a?os, solo que más…, mucho más.

—?Qué te gusta de mí?

—Toda tú —sonreí, porque hasta entonces no recordaba que nadie me hubiese hecho una pregunta tan de cría. Pero me gustó.

—Vamos, mójate.

—Tu culo, tus tetas, tus…

Me dio un pellizco en el brazo enfurru?ada y luego hablé contra sus labios.

—Me gusta el sonido de tu risa. Me gustan tus contradicciones. Lo intensa que eres, casi desbordante. Me gusta cómo sientes, e intentar adivinar qué vas a hacer o decir, aunque nunca acierte. Me gusta esta casa cuando tú estás dentro de ella…

Me calló con un beso. Le separé las piernas, sentándola a horcajadas sobre mí, y deslicé la lengua en su boca. Leah hundió los dedos en mi pelo mientras nos rozábamos por encima de la ropa. Una oleada de calor me atravesó y ya solo pude pensar en estar dentro de ella, como si aquel fuese mi lugar desde siempre.

—Me estás matando… —jadeé.

—Y tú a mí. Desde hace a?os.

Estaba cegado. Solo podía percibir lo bien que olía, lo suave que era su piel, su voz dulce susurrando mi nombre. Bajé las manos por sus muslos y aparté el pantalón corto de algodón y la ropa interior antes de hacer lo mismo con los míos y hundirme en ella de un empujón. Sin condón.

Contuve el aliento con la mandíbula en tensión, aguantando para no moverme. Gemí cuando ella empezó a hacerlo, bailando sobre mí, clavándome las u?as en la espalda.

—Espera…, joder, espera…

Pero no pareció oírme y yo perdí la razón en cuanto me miró a los ojos mientras me follaba en esa terraza en la que había empezado a enamorarme de ella. La sostuve por las caderas, percibiendo sus jadeos, deseando arrancarle toda esa ropa que aún llevaba puesta para acariciar con la punta de los dedos cada lunar de su piel.

Me quedé sin respiración al verla alcanzar el orgasmo bajo las estrellas. Tan poderosa sobre mí, tan entregada a ese instante sin pensar en nada más. Apreté los dientes cuando un latigazo de placer me atravesó y salí de ella antes de correrme entre los dos con un gemido.

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