Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(84)



—Aún no, Leah.

—De acuerdo.

El sol del mediodía nos acompa?ó cuando nos sentamos en una terraza para comer. Estuvimos relajados y luego nos pasamos todo el viaje en coche hablando de tonterías. Axel me dijo que era imposible tocarse la nariz con la punta de la lengua. Y yo lo intenté con ahínco.

—No insistas. —Puso los ojos en blanco.

—Dijo el que siempre intenta buscarle lógica a todo, o alguna prueba que explique lo contrario. Solo estaba cerciorándome —bromeé.

—Yo no hago eso —se defendió.

—Claro que sí. No soportas no entender algo.

—?Cómo qué?

—Los escarabajos de papá, por ejemplo.

—?Es que acaso eso tiene sentido?

No estaba acostumbrada a hablar de él, de ellos, si nadie me forzaba antes a hacerlo. Si Axel tiraba de mí, para ser más exactos. Me entristecí al darme cuenta de que echaba de menos a mis padres y ni siquiera me permitía el recuerdo para mantenerlos cerca de mí y llevarlos conmigo.

—Sí que tenía un sentido —admití—. Era por mamá. Le encantaban los escarabajos porque tenía un amuleto de uno que le regaló mi abuelo cuando era peque?a; en el Antiguo Egipto los consideraban un símbolo de protección, sabiduría y resurrección. Cuando se enamoró de mi padre, antes de que empezasen a salir, decía que se pasaba el día cogiendo margaritas del jardín de su casa, quitándoles las hojas y diciendo: ?Sí me quiere, sí me quiere, sí me quiere…?.

—?No era algo como ?sí me quiere, no me quiere…??

—Exacto, pero ella no quería ni imaginar la otra posibilidad, así que cambió las reglas del juego y ya está. —No pude evitar sonreír al pensar en mi madre—. Se lo contó en la tercera cita. Así que, para él, el escarabajo era ella, la buena suerte, llena de ?sí quiero, sí quiero…?

Axel se echó a reír.

—Joder, maldito Douglas. Aún recuerdo el día que volví a preguntárselo y me contestó que siguiese pensándolo un poco más. Podría haberme pasado toda la vida elucubrando y jamás lo hubiese adivinado.

?Sabes? Le encantaba eso, pasárselo bien a mi costa.

Nos quedamos callados unos minutos.

—Era bonito —susurré.

—Que plasmase cosas que solo ellos podían entender. Puede que el resto del mundo viese dos escarabajos abiertos en canal y pensase que era algo estrafalario. Y fíjate, para él era el amor, una de las tantas maneras que tenía de verlo.

Axel suspiró hondo y su expresión se ensombreció, pero no le pregunté en qué estaba pensando, porque ya sabía que no me lo diría. Ya en las calles de Byron Bay, lo vi tomar un desvío.

—?Adónde vamos?

—Quiero ense?arte algo.

Paró delante de una galería de arte contemporáneo. Había varias en la ciudad, pero aquella era la más peque?a y especial, quizá por el aspecto rústico de su fachada, quizá porque tenía encanto. Parecía un poco nervioso.

—No te lo he dicho antes porque…, porque no quería que tuvieses miedo ni que dieras un paso atrás, pero una vez le hice una promesa a Douglas. Le dije a tu padre que no sabía cómo, pero que haría que tú…, que expusieses en esta galería.

—?Por qué hiciste eso?

—Porque incumplí otra promesa.

—?Cuál? Y no se te ocurra mentirme.

—Que lo haría yo. Exponer aquí. Porque ese fue mi sue?o, pero hace tanto tiempo que ni siquiera recuerdo la sensación de desear algo así.

Cuando te dije que necesitaba hablar de ellos con alguien, contigo, lo decía en serio. No solo porque los eche de menos, Leah, sino porque tu padre…, si lo elimino a él de la historia de mi vida, nunca vas a poder conocerme del todo a mí, ?lo entiendes? Mucho de lo que soy se lo debo a él.

Me contuve para no llorar y sus dedos se deslizaron por mi mejilla con suavidad, pero apartó la mano cuando se fijó en algo que había fuera del coche. Me volví. Solo vi a una chica con el pelo corto que giró la cabeza en cuanto sus ojos tropezaron con los míos.

—?Qué pasa, Axel?

—Nada. No es nada.

—?La conoces?

—Es una amiga.

Arrancó el coche y regresamos a casa. Contemplé por el espejo retrovisor la puerta de la galería de arte que dejábamos atrás y no volvimos a hablar del tema durante el resto del día. Preparamos la cena juntos.

Pusimos un vinilo. Hicimos el amor en su cama y luego nos quedamos abrazados en el silencio de la noche.

Yo no conseguí dormirme. Me quemaban las puntas de los dedos y conocía bien esa sensación, la conocía muy muy bien, pero eran las tres de la ma?ana y no quería despertarlo. Me levanté cuando ya no pude soportarlo más. Caminé descalza y de puntillas hasta el salón dejando la puerta de la habitación entornada. Encendí la luz tenue y anaranjada de una lámpara de mesa y fui a buscar el material de dibujo. Desenrollé una lámina sobre el suelo y me arrodillé en la madera templada. Después respiré hondo, sintiendo la soledad del momento, quedándomela como algo bueno justo antes de abrir el estuche de pinturas y deslizar los dedos sobre ellas, acariciándolas, recordándolas…

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