Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(32)



Un rato más tarde llegaron los demás. Jake, Tom, Gavin y dos chicas morenas.

Apenas abrí la boca durante la cena. Tampoco tuve la oportunidad, porque Axel, Oliver y sus amigos hablaban de sus cosas, de anécdotas del pasado, de lo que habían hecho el fin de semana anterior, de lo que pensaban hacer los siguientes, de asuntos que les concernían solo a ellos y de los que yo no formaba parte. Nadie parecía reparar demasiado en mi presencia. Estaba removiendo la comida cuando él me habló.

—?Empiezas las clases este mes?

—Sí, en unas semanas.

La chica que tenía al lado le dijo algo que no llegué a entender y él se echó a reír y apartó la mirada de mí. Volví a concentrarme en mi plato, intentando ignorar la sonrisa que Axel acababa de dedicarle a Zoe; al lado de ella, me sentí peque?a e irrelevante, totalmente transparente para él. Y lo fui durante el resto de la noche, mientras ellos bebían y hablaban y despedían el a?o chocando sus copas, yo con mi vaso de agua.

El nudo que tenía en el estómago se fue apretando cuando Axel se terminó la tercera copa y empezó a tontear con Zoe; bailó con ella la canción que sonaba en la cadena de música, deslizando las manos por su cuerpo curvilíneo, apretándola contra él mientras reía con los ojos brillantes y le susurraba palabras al oído.

—Leah, ?estás bien? —Oliver me miró.

—Un poco cansada —mentí.

—Vete a dormir, si quieres. Bajaremos la música.

—No hace falta. Buenas noches.

Le di un beso en la mejilla a mi hermano y me despedí de los demás casi sin mirarlos antes de subir las escaleras y meterme en mi habitación.

Encendí la luz de la lámpara de noche y me saqué el vestido por la cabeza, dejándolo arrugado a los pies de la cama. Sentada delante del escritorio, me quité el maquillaje con una toallita húmeda; miré los trazos negros que la cubrían cuando terminé y pensé que esos surcos oscuros plasmaban bien lo que había sido la noche. Todo por mi culpa, por pensar que él se fijaría en mí. Me habría conformado solo con una mirada. Una. Algo más que ese ?cari?o? fraternal. Cualquier peque?o gesto de Axel me bastaba para guardarlo en mi memoria, aferrarme a ello…

Me puse un pijama corto y me acosté.

No podía dormir. Estuve horas escuchando la música, dando vueltas en la cama, pensando en él y en lo cría que me había sentido, arrepintiéndome por no haberme ido con mis padres a esa fiesta en Brisbane; al menos así habría evitado ser una carga para mi hermano.

No sé qué hora era cuando oí el primer golpe en la pared seguido de risas. Tragué saliva al distinguir la voz de Axel desde la habitación de al lado, antes que la de ella la silenciase y no se oyera nada durante unos minutos. Después sus gemidos y el peque?o golpeteo del cabezal de la cama contra la pared lo inundaron todo.

Se me revolvió el estómago y cerré los ojos.

él embistiéndola. Y más gemidos.

Dolor. Y un trozo. Un pedazo roto. Otro más.

Escondí la cabeza debajo de la almohada para llorar.

Así fue como supe que hay corazones que se rompen poco a poco, en noches eternas que olvidar, en a?os siendo invisible, en días imaginando un imposible.





33



AXEL

La miré, tumbado encima de la tabla. Observé cómo cogía una ola y se movía a través de ella con el cuerpo inclinado hacia delante y las piernas flexionadas, manteniendo el equilibrio al alzarse por la pared de la ola.

Sonreí cuando se cayó y nadé hacia allí.

—Nadie diría que llevas un a?o sin practicar.

Leah me miró agradecida y subió a la tabla. Nos quedamos en silencio, con la mirada fija en la ma?ana que se desperezaba tras el horizonte. No había muchas olas.

—?Por qué esto? ?Por qué al amanecer?

—?Surfear? Es una buena forma de iniciar el día, ?no crees?

—Supongo que sí. ?Cuándo empezaste a hacerlo?

—No lo sé. Miento. Sí lo sé. Fue por tu padre. ?Quieres escucharlo?

Dudó, pero terminó asintiendo.

—Ocurrió hace a?os. Yo estaba un poco decepcionado conmigo mismo, ?sabes cómo es eso, Leah? La sensación de sentir que te has fallado, que, por más que buscas, no encuentras eso que deberías tener. La cuestión es que vino a verme una tarde. Hacía poco que había comprado esta casa y, quizá no lo sepas, pero lo hice porque me enamoré de ella; no, peor, me enamoré de la idea de todo lo que imaginaba que haría aquí. Pero eso… nunca fue. Douglas trajo un par de cervezas y nos sentamos en la terraza. Entonces hizo la pregunta que yo no quería escuchar.

—Si habías pintado… —adivinó en un susurro.

—Le contesté que no, que no podía hacerlo. Algún día, Leah…, algún día te explicaré por qué y quizá así te valores todavía más —suspiré—. Yo le conté lo que me ocurría y Douglas lo entendió, siempre lo hacía. Esa noche me ayudó a subir el caballete encima del armario y a guardar todas las pinturas que tenía desperdigadas por el salón. Despejé el escritorio y decidí que me dedicaría a otra cosa. Y luego estuvimos hablando un rato más; de todo y de nada, de la vida, ya sabes cómo era tu padre. Cuando se marchó, me quedé toda la noche en la terraza, contando estrellas y bebiendo y pensando…

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