Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(30)



—Por fin eres sincera.

—?Que te jodan, Axel!

Intentó entrar en casa, pero me puse delante de la puerta.

—?Por qué no quieres ser feliz?

—?Cómo puedes preguntármelo?

—Abriendo la boca. Haciéndolo.

—Odio cómo eres. Te odio ahora.

Aguanté. Me repetí que el odio era un sentimiento. Uno de los más fuertes, capaz de sacudir a las personas como lo estaba haciendo con ella.

—Puedes llorar, Leah. Conmigo sí.

—Contigo…, tú eres la última persona…

No pudo terminar la frase antes de que un sollozo escapase de su garganta. Y entonces sí, di un paso al frente y la retuve con suavidad, abrazándola, sintiéndola sacudirse contra mí. Cerré los ojos. Yo casi podía palpar su enfado, la rabia y el dolor, de una manera tan intensa que sabía que estaba cegada, anclada en ese punto en el que solo puedes pensar: ?Es injusto, es injusto, es injusto?. Una parte de mí se compadecía de ella; a veces tan solo tenía ganas de sentarme a su lado en silencio y cederle terreno, pero después recordaba a la chica llena de color que debía de estar escondida en algún lugar, dentro de sí misma, y entonces la idea de sacarla de ahí era lo único en lo que podía pensar, casi de forma obsesiva.

Hablé con los labios sobre su pelo enredado.

—Siento haberte hecho esta especie de emboscada, pero es lo mejor para ti. Ya lo verás. Ya lo entenderás. Me perdonarás, ?verdad, Leah? Lo del odio no acabo de encajarlo del todo. —Ella sonrió entre lágrimas—. Vamos a hacer esto juntos, ?de acuerdo? Me encargaré de todo, tú solo tienes que seguirme y ya está. Yo te guío si estás dispuesta a darme la mano.

La extendí delante de ella. Leah dudó.

Su mirada recorrió la palma de mi mano despacio, como si se estuviese deteniendo en cada línea y cada marca; luego sus dedos me rozaron con timidez y se quedaron ahí. Los apreté entre los míos.

—Tenemos un trato —dije.

Dos días después, me crucé de brazos delante de ella.

—Primera norma: mi rutina es tu rutina. A partir de ahora, harás lo mismo que yo cuando estés en casa. Eso implica surf todas las ma?anas.

No, déjame terminar antes de quejarte. Somos un equipo, esa es la idea; si yo estoy entre las olas (y créeme, tiene que ser así), tú estarás a mi lado.

Comeremos juntos. Por la tarde, mientras trabaje, harás los deberes.

Después habrá un poco de tiempo libre, ya sabes que soy muy flexible. No te rías, lo digo en serio, ?por qué me miras así?

Leah alzó una ceja.

—Tú no eres nada flexible.

—?Quién co?o dice eso?

Ella puso los ojos en blanco.

—Vale, pues si nadie lo dice, todo aclarado. Sigamos. Después de cenar, pasaremos un rato en la terraza y a dormir. ?Sabes que la mayoría de las tribus funcionan así? Hay un orden, una serie de actividades a lo largo del día que deben hacerse y una estructura piramidal. Es sencillo.

—?Por qué tú estás más alto en la pirámide?

—Porque molo más. Evidentemente.

—Así que será como vivir en una cárcel.

—Sí, pero piensa que no está mal como alternativa, teniendo en cuenta que llevas aquí tres meses sin hacer nada. Así no te aburrirás.

—?Pero no es justo! —replicó indignada.

—Cari?o, ya te darás cuenta de que nada lo es.

Leah resopló y me pareció más ni?a que nunca. Estaba a punto de seguir explicándole cómo íbamos a funcionar cuando ella pasó por mi lado con una sonrisa. La seguí con la mirada hasta distinguir a la gata tricolor que estaba sentada delante de la puerta trasera, en la terraza, sin entrar en casa, como si respetase mi espacio y quisiese marcar unos límites.

—Ha vuelto —dijo Leah—. ?Tenemos algo para darle?

Con un suspiro, fui a la cocina. Leah apareció a mi lado, abrió un armario y se quedó paralizada cuando sus dedos tantearon esa bolsa que seguía llena de piruletas de fresa. Apartó la mano con rapidez y cogió una lata de atún que había cerca.

Me senté junto a ella en la terraza.

—?De dónde vendrá? —preguntó.

—Yo qué sé. De ningún lugar, quizá.

—Axel… —negó con la cabeza.

—?Qué? Yo, si fuese un gato, querría ser salvaje. Mírala, seguro que vive en el bosque cazando, y cuando se despierta un día un poco perezosa, piensa: ?Eh, qué co?o, voy a dar un paseo hasta la casa de Axel y a vaciar su despensa?. Y aquí está.

Su risa llenó la terraza, me llenó a mí, lo llenó todo.

La gata ronroneó tras terminar de comer cuando ella le acarició el lomo y luego se tumbó sobre el suelo de madera y se quedó ahí, mirándonos bajo el sol del atardecer de un miércoles cualquiera. Yo estiré las piernas.

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