Puro (Pure #1)(115)



Todo sucede rápidamente: Bradwell acuchilla con ágiles embestidas el manto de tierra y los cuerpecitos de los terrones van cayendo; pero siempre aparecen más, no paran de salir por todas partes. Lo tienen cubierto por completo, como atrapado en un abrigo de bichillos cenicientos y movedizos.

Pressia hace ademán de correr hacia él pero Perdiz tira de ella con fuerza y se cae hacia atrás.

—Yo voy —le dice Perdiz.

—Pero ?tú de qué vas? —le grita Pressia, que tiene la boca cubierta por el pa?uelo y el pelo revoloteándole por la cabeza, un cuchillo en una mano y el pu?o de mu?eca listo para golpear.

Es su hermana peque?a. La idea le sobreviene con tal fuerza que por un momento se queda asombrado: su hermana peque?a.

—?Quédate aquí!

—?De eso nada! ?Pienso luchar!

No hay modo de retenerla; en cuanto Perdiz echa a correr Pressia va tras él. Ya a la altura de Bradwell empiezan a atacar a los bichos con los cuchillos y los ganchos. El cuerpo de Perdiz rebosa de fuerza y agilidad, la codificación debe de estar acercándose a su efectividad máxima. Con todo, sigue habiendo demasiados terrones enanos y es incapaz de mantenerlos a raya. Bradwell se tambalea hacia delante hasta que pierde el equilibrio, y entonces el manto de tierra le cubre las piernas y lo inmoviliza; por mucho que se retuerce, como un pez en el anzuelo, no le sirve de nada.

Los terrones están ya también sobre los otros dos. Tienen garras y dientes afilados. Perdiz ve los puntitos de sangre que le aparecen por la camisa, al igual que a Pressia, y cómo han tomando la espalda del otro chico y atacan ahora a los pájaros que tiene debajo de la camisa.

Bradwell les grita:

—?No, retroceded!

Pero continúan con la lucha, forcejeando y arremetiendo contra los terrones para apartarlos de Bradwell.

Sin embargo, la siguiente oleada de terrones está avanzando hacia ellos, ahora a la altura de la cintura. Y, tras la ola, se forman columnas de terrones emergentes. Parece que tienen cabezas, cuernos y espaldas con pinchos. Perdiz está convencido de que es el fin; esto es todo lo cerca que estará de su madre.

Pero entonces Pressia grita por encima del agudo pitido de los bichos.

—?Se acerca! ?Lo estoy oyendo!

—?Quién? —pregunta Bradwell.

Perdiz también oye un sonido extra?o, un leve ronroneo por debajo de los chillidos: un motor que ruge y una bocina atronadora.

Un coche, un milagroso coche negro, aparece arrollando las olas de terrones y aplastándolos a su paso. Empiezan a saltar por los aires costillas, dientes y ojos brillantes. El coche derrapa y se detiene de lado justo delante de los chicos. Perdiz apenas ve a través de la ceniza que ha levantado el coche negro pero oye que una voz les grita desde el interior:

—?Venga, maldita sea, subid! ?Subíos!

Aunque no tiene claro si ha de confiar en esa voz, tampoco está en posición de elegir. Se vuelve y ve que Pressia está ayudando a Bradwell a levantarse.

—?Abre la puerta! —le grita el chico desde el suelo.

Perdiz echa mano de la manija y la abre. Bradwell y Pressia entran de un salto y Perdiz tras ellos. El coche arranca antes de que la puerta llegue a cerrarse.

El conductor va muy pegado al volante porque lleva algo puesto en la espalda. Se da la vuelta y mira a Perdiz con su cara ajada y quemada.

—?Es él, Pressia? —grita—. ?Es el puro?

—?Sí! —le responde la chica, que parece conocer al conductor—. Y este es Bradwell.

El hombre gira bruscamente el volante y embiste de plano a un terrón que se deshace en una nube de ceniza, cubriendo de polvo y residuos el coche. Es nervudo y delgado y, por sus movimientos, se diría que tiene bastante genio. Perdiz se agarra al asiento. En la Cúpula todo va por raíles; apenas se acuerda de los coches, y desde luego nunca ha ido en un coche de carreras con un pirado al volante.

—Creía que habíais muerto —le dice Pressia.

—?Y así fue!

—?Este es Il Capitano! —lo presenta.

Bradwell se?ala hacia el parabrisas y grita:

—?Una horda! ?Santo Dios! —Arrollan a un pu?ado de terrones y se aplastan con un estruendo contra el coche.

—?Sabemos adónde tenemos que ir para encontrar a la madre del puro? —pregunta Il Capitano.

Perdiz se agarra del asiento que tiene delante para incorporarse.

—?Y tú qué sabes sobre mi madre?

Y entonces, como de la nada, aparece una cabeza por la espalda del conductor. Es una cara peque?a, pálida y plagada de cicatrices. Abre el agujerillo negro que tiene por boca y dice:

—Madre.

—?Ostras! —exclama Perdiz, que se echa hacia atrás como un resorte y se da contra el respaldo.

El conductor se echa a reír y gira el volante con tanta fuerza que Perdiz se da con la cabeza contra la ventanilla.

—Y este es Helmud, su hermano —les explica Pressia.

Aparte de las mordeduras y los ara?azos que tiene Bradwell por todo el cuerpo se le ha abierto una de las costuras de la camisa y por el desgarrón se ve a uno de los pájaros: alas grises que se agitan te?idas de sangre. Tiene que haber unos tres pájaros, aunque, por el ruido que forman, Perdiz hubiese dicho que eran más. Dos baten las alas desasosegados y el más tranquilo, que es el que se ve mejor, tiene el pico clavado en los músculos y la piel de Bradwell, todo rodeado por tejido cicatrizante de viejas quemaduras. Con la piel arrugada en torno al pico rojo y el ojillo brillante medio tapado por plumas negras, por un momento a Perdiz le parece como si el pájaro estuviese mirándolo sorprendido —el ojo inmóvil— y quisiera preguntarle algo. No tiene buen aspecto.

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