Puro (Pure #1)(117)


El ser la olisquea y asiente.

—?Sabes quién soy?

Vuelve a asentir. Si no es humano, ?qué es? ?Cómo ha llegado a trabajar para la Cúpula? ?Será un miserable al que la Cúpula ha reconstruido para su protección?

—?Sabes dónde tienes que llevarme?

—Sí. —La voz es humana; de hecho, está cargada de melancolía y a?oranza—. Sé quién eres.

Las últimas palabras le resultan aterradoras, aunque no sabe decir por qué.

—Ya, eres mi escolta —le dice esperando que estuviese refiriéndose a eso—. ?O debería decir mi secuestrador?

—Claro —le responde el ser, que acto seguido se vuelve y se agacha—. Súbete, iremos más rápido así.

Lyda vacila.

—?A caballito? —Le sorprende haber utilizado esa expresión. Hace tantos a?os…

El ser no responde, se queda a la espera.

La chica mira a un lado y a otro pero no ve más alternativas.

—Tengo la caja; se supone que tengo que entregarla.

Alarga el brazo y le coge la caja.

—Yo la guardo a buen recaudo.

Lyda se detiene una última vez, antes de montarse en su lomo, pasarle las manos por el grueso cuello y entrelazarlas para sujetarse bien.

—Lista.

Se ponen en camino, abriéndose paso como una bala por el bosque, en dirección contraria a la ciudad. Sus andares son rápidos y suaves, casi sin un ruido. Incluso cuando salta grandes tramos de matorral aterriza con suavidad. A veces se detiene bruscamente detrás de una arboleda. En una ocasión Lyda escucha el ladrido agudo de un perro vagabundo y a alguien que canta. ?Que canta! El canto pervive fuera de la Cúpula, la idea no puede por menos que sorprenderla.

Cuando vuelven al galope, el aire frío le invade los pulmones y le cuesta respirar. El pa?uelo le cubre la nariz y la boca pero también las orejas, lo que crea túneles de viento por sus oídos. ?Así era cuando la gente montaba antes a caballo: todo viento, árboles y velocidad? Va subida en la espalda del soldado, rodeándole el cuello con los brazos y los costados con las piernas, como si fuese una ni?a peque?a. Aunque el ser es un soldado, no es del todo humano; y ella tampoco es una chiquilla: es una ofrenda.

Oye el zumbido eléctrico proveniente de distintas direcciones. Su montura se detiene, se lleva la mano a la boca y emite una especie de llamada que Lyda no puede oír; es posible que sean sonidos que están por debajo de sus registros. Pero sabe que es una llamada por la vibración de las costillas del ser, bajo sus rodillas. El medio humano se queda tieso como una vara.

—Esperaremos aquí —dice, y se arrodilla para dejarla bajar.

Lyda se apea tambaleándose ligeramente.

—?Sabes a quién estamos buscando? —le pregunta.

El otro la mira por encima del hombro como si le hubiese dolido la pregunta, como una acusación.

—Por supuesto.

—Perdona.

Esperan un rato más.

—?Cómo es que me conoces?

El ser la escruta a través de sus ojos estrechos y le dice: —Yo era.

—?Tú eras qué?

—Yo era —repite—. Y ahora no soy.

Lyda se da cuenta en ese instante de que no se trata de ningún viejo, de que probablemente tendrá unos cinco a?os más que ella. Su cara no se parece a nada que ella haya visto antes, con esas cejas pobladas y esa mandíbula recia, pero ?aun así una vez fue alguien?

—?Te conozco de la academia? ?Tú fuiste allí?

Se queda mirándola fijamente como si intentara recordar algo olvidado hace mucho.

—Tú eras un chico de la academia y te metiste en las Fuerzas Especiales. ?En esto es en lo que os convierten?

Lyda piensa en el reducido cuerpo de élite… No puede ser que les hayan hecho esto; sería de una crueldad inimaginable. Alza la mano, toca una de las armas y ve el punto del brazo por el que el metal se une a los pliegues de la piel.

él no dice nada, no se mueve; solo cambia su mirada hacia la cara de la chica.

—?Y tu familia? ?Sabe que estás aquí?

—Era. Y ahora ya no soy —repite.





Pressia


Luz

Pressia está desorientada con todo el polvo que rodea el coche. Ante ellos se extiende un paisaje baldío: el este. Esos parajes fueron en otros tiempos una reserva natural, y eso es lo único que tienen. Y puede que ni siquiera sea una pista real, tal vez no signifique nada.

—Unas se?ales de humo no nos vendrían mal.

Bradwell la mira fijamente.

—Tienes razón —dice como si hubiese estado pensando lo mismo—, eso es lo que necesitaríamos, aunque la Cúpula las vería.

—Vuelve a recitarlo todo —le pide Pressia a Perdiz—, lo de la tarjeta de cumplea?os. Desde el principio, que Il Capitano no lo ha escuchado.

—?Para qué? —replica Perdiz—. Aquí fuera no queda nada. Al este no hay nada más salvo un monte y, detrás, más nada muerta y baldía. ?Qué estamos haciendo aquí aparte de arriesgar nuestras vidas?

—Recítalo otra vez —lo insta Bradwell.

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