Puro (Pure #1)(114)
—No son humanos, son unos seres extra?os. Que no te sorprenda su aspecto.
Lyda ha visto en otras ocasiones a las Fuerzas Especiales en impecables uniformes blancos, un peque?o cuerpo de élite donde no había ningún ser extra?o; eran solo media docena de jóvenes fornidos.
—?Qué aspecto tendrán?
El guardia no contesta. ?Cómo puede estar preparada si no le dice a qué atenerse? Mira de reojo el intercomunicador y la cámara en lo más alto del techo. Lyda comprende por sus gestos que no se lo puede decir, que no le está permitido.
—Tengo que cachearte aquí. Parte del protocolo, para asegurarnos de que solo llevas contigo lo justo y necesario.
—De acuerdo —dice, aunque le parece horrible—. En teoría tengo que llevarme la caja para entregarla.
—Lo sé—. El guardia le palpa las piernas, las caderas, las costillas—. Manos arriba —le ordena con brusquedad, como un profesional, y ella se lo agradece. Le sorprende cuando le coge la mandíbula con ambas manos y le dice que abra la boca y mira dentro con una peque?a linterna de mano—. Oídos —dice y le gira la cabeza. Y de nuevo la linternita. Le inspecciona una oreja y luego, cuando va a mirarle la otra, le susurra en voz muy baja—: Dile al cisne que estamos esperándolo.
No está segura de comprender lo que le ha dicho. ?El cisne?
—?Listo! Estás limpia.
Lyda quiere interrogarlo: ??Esperando a qué? ?Y quiénes están esperando? ?Por qué habla en plural??
Pero sabe por su tono brusco de voz que no debe hacer preguntas.
—Verás tres puertas. La última da afuera. —La mira a los ojos y le dice—: Buena suerte.
—Gracias.
El joven se da la vuelta hacia la puerta por la que acaban de entrar y le dice: —ábrete.
Cuando se desliza el guardia la franquea, Lyda se queda en el sitio y la puerta se cierra.
Está sola. Se vuelve hacia la puerta que tiene delante y le dice: —ábrete. —Se abre.
En cuanto la atraviesa, se cierra tras ella. Tras repetir el proceso una vez más se queda ante la última puerta, sin saber a qué atenerse. Deja la cajita azul en el suelo, se quita el pa?uelo de la cabeza, se lo pone sobre la nariz y la boca y se lo ata en la nuca.
Recoge la caja y la agarra con fuerza.
—ábrete.
Y allí, ante ella, surge una bocanada de viento, tierra y cielo…, y algo que lo atraviesa: un pájaro de verdad.
Perdiz
Costillares peque?os
A Perdiz no le da buena espina que esté todo en silencio. No le gusta que haya amainado el viento ni que Pressia no pare de repetir ?hay algo que no va bien?, ni lo nervioso que pone eso a Bradwell.
—?Creéis que nuestro viaje ha coincidido con alguna orgía sangrienta? —pregunta Perdiz.
—Claro, lo mismo los terrones están entretenidos devorando un autobús escolar lleno de ni?os —ironiza Bradwell—. ?Qué suerte la nuestra!
—Sabes que no quería decir eso.
La tierra se vuelve más blanda bajo sus pies.
Y es entonces cuando Perdiz ve un peque?o ser color ceniza, del tama?o de un ratón; pero no es ningún roedor: en vez de pelo tiene carne rojiza chamuscada y se le ven las costillas, como si careciera de toda piel. Sale disparado y desaparece sin más, tragado por la tierra.
—?Qué era eso?
—?El qué? —le pregunta Pressia.
—Era parecido a un ratón o un topo. —Perdiz mira hacia la línea borrosa donde la tierra se vuelve sotobosque, por donde se sube a los montes, y ve movimiento: ni un ratón ni un topo, algo que da vueltas, una onda—. Creo que hay más de uno.
Y luego, al instante, se levanta una nubecilla, como de apenas treinta centímetros, que empieza a rodar hacia ellos.
—?Cuántos crees que son? —pregunta Pressia.
—Demasiados para contarlos —responde Bradwell. La tormenta de terrones enanos se aproxima acompa?ada de un sonido agudo, pero no de un solo chillido, sino de muchos juntos.
El viento se levanta de nuevo y al poco sienten cómo les arrastra el aire racheado. Pressia se saca dos cuchillos del chaquetón y Perdiz blande un cuchillo y un gancho de carne. Aunque el dedo mutilado le palpita, todavía puede agarrar bien. Bradwell, por su parte, tiene una pistola eléctrica y una navaja afilada. El suelo tiembla y el aire huele a cargado y a descomposición.
—?Qué hacemos? ?Algún plan? —pregunta Perdiz a gritos.
—?Quédate aquí con Pressia! —le responde Bradwell, y con esas levanta sus armas, pega un alarido salvaje y embiste la tormenta de terrones enanos.
Con sus rápidos ojillos negros y los esqueletos medio a la vista, los seres se mueven en un grupo compacto. Algunos están unidos entre sí, costillar con costillar, mandíbula con mandíbula, mientras que otros tienen cráneos fusionados. Los hay apilados unos sobre otros. Y todos están atados a la tierra, que se levanta con ellos cuando se abalanzan sobre Bradwell. No existen como un ente solo, son amasoides al mismo tiempo que terrones fusionados con la tierra. Gateando con sus garras, remontan el cuerpo del chico arrastrando tras de sí una estela de tierra, un manto que podrían usar para asfixiarlo.