Puro (Pure #1)(112)
—Le entregarás esto a una soldado —le ordena. Su mano vuelve a temblar—. Deseamos que trabaje para nosotros, aunque ya ha participado en la muerte y destrucción de uno de nuestros espías. —Respira hondo y suspira—. Llevo muchos a?os vigilándola. Era un cebo tentador para alguien que yo esperaba que fuese a buscarla algún día, pero ha demostrado ser bastante ineficaz.
?Un cebo tentador para atrapar a alguien de fuera? ?A quién? Lyda hace una pregunta más sencilla y permisible.
—?Puedo saber qué hay en la caja?
—Por supuesto —dice, y en ese momento Lyda se fija en un temblor, igual de leve, un cabeceo—. Echa un vistazo, aunque no creo que te diga gran cosa. Pero nuestra soldado, Pressia Belze, seguro que entiende el mensaje que queremos mandarle. Tal vez nos ayude a convencerla de que recapacite sobre sus lealtades. Puedes decirle que esto es todo lo que ha quedado.
?Lo que ha quedado de qué?, se pregunta Lyda, pero no dice nada. Aunque no quiere abrir la caja, tiene que hacerlo. Pone la mano encima de la tapa y, al levantarla, el papel de seda celeste del interior cruje. Lo aparta y, como en un nido de papel, ve un peque?o ventilador con un motor roto y unas aspas de plástico sin vida.
Perdiz
Hilos
Se han puesto en camino antes del amanecer. No es ni media ma?ana y ya han avanzado bastante. Seis mujeres robustas los flanquean por ambos lados. Muchos de los ni?os van dormidos, y así deben de pesar más, se figura Perdiz. Una que lleva a un crío fusionado en la cadera le pega la cabeza a su pecho con una mano y con la otra blande un cuchillo de carnicero.
Avanzan en silencio, por medio de casas devastadas, filas y filas completamente arrasadas, pilares carbonizados al aire libre. Más tarde pasan por unas que no son más que armazones calcinados; en otras ha sobrevivido algún ladrillo. De tanto en tanto no está la casa pero en su lugar, como si fuese el escenario de una inquietante obra de teatro, hay un salón de gomaespuma ennegrecida, los palos de una silla o la pila de un lavabo, demasiado destrozados para valer de algo. Perdiz es incapaz de concentrarse, rastreando como está su memoria en busca de alguna pelea de sus padres, algún momento de mal humor, de hostilidad, un estallido de ira. No eran felices pero su padre sabía que su madre tenía otra hija que no era suya. Tenía que saberlo, conocía la ubicación de Pressia y había querido que la chica encontrase a su hermano. ?Por qué? ?Le parecía de una gran ironía? ?Quería engatusar a su madre con los dos hijos que le quedaban vivos? ?Es posible —siquiera remotamente— que su padre quiera ver a su madre porque la ama y desea que vuelva con él, porque necesita decirle que la perdona? Perdiz es consciente de que es un deseo infantil: dos padres enamorados, un hogar feliz… Pero no puede evitarlo. En una época su padre la quiso, tuvo que quererla; recordarla le duele, Perdiz se lo ha visto en la cara.
Atraviesan más centros comerciales abiertos —destrozados y saqueados— e instituciones… que son lo peor de todo. Aún quedan camillas, aunque los cuerpos hace tiempo que se pudrieron. Las instituciones distan mucho de la realidad de los cuentos de hadas. Perdiz no puede facilitarles una esposa cisne o unas alas perdidas. Son la prueba de la opresión que precedió al final de todo, el Retorno al Civismo.
Huele a muerte y podredumbre. Se acuerda del olor dulzón y fértil del cadáver que se encontró entre los carrizos, esa mujer del pastor allí atada, pero rápidamente intenta apartar la imagen de su cabeza.
Hay más supervivientes por esa zona; Perdiz los oye: un ulular, el ruido de algo que rumia, el gemido de un animal por lo bajo… Y de tanto en tanto las mujeres se detienen a escuchar con las cabezas ladeadas en la misma dirección, pero nadie los ataca.
Cuanto más avanzan, menos hay que ver. El paisaje es llano salvo por las monta?as que se yerguen a lo lejos en el este. La tierra se ha vuelto negra y, sin nada que la lastre, el viento la levanta y la ondea en láminas oscuras.
Las mujeres sacan unos pa?uelos de algún bolsillo y envuelven las caras de sus hijos y las suyas. Perdiz ya lleva la bufanda, mientras que Bradwell se cubre la cara con el brazo y una mujer le da un pa?uelo a Pressia.
Perdiz no le quita ojo a la chica; está preocupado porque ha pasado mucho en muy poco tiempo. Es fuerte, sin embargo, y él lo sabe.
Al cabo de un rato la mujer con la cabeza de un ni?o pegada a su pecho les anuncia:
—Hasta aquí hemos llegado.
Perdiz les daría las gracias pero ya ha pagado con su me?ique; no sale de él agradecerles nada.
—Gracias —les dice Pressia.
Bradwell les pide que le trasmitan su agradecimiento a la Buena Madre de su parte.
—Estamos en deuda —afirma.
Luego mira a Perdiz, que solo puede murmurar:
—Claro.
—No perdáis de vista la tierra, buscad sus ojos —les aconseja la mujer.
Cuando se inclinan para hacer una reverencia de despedida, una mujer con una larga cabellera gris se acerca a Perdiz, lo coge de un brazo y le dice:
—Si tu madre está viva, dale las gracias de mi parte.
—?La conocía usted?
La mujer asiente y le pregunta:
—?No lo reconoces? —Y allí, tras ella, hay un ni?o de unos ocho a?os, con el pelo largo y revuelto, y la cara brillante por las quemaduras. Está mirándolo fijamente—. Es Tyndal, pero no habla.