Perfectos mentirosos (Perfectos mentirosos #1)(8)
No podía darle el gusto. Por mi nombre y apellido, no podía.
Adrik, Aegan, el otro chico y yo miramos nuestras cartas. Solo les eché un rápido vistazo y las oculté. No hice ningún gesto. Me mantuve seria, imposible de leer.
—Vaya... —murmuró Aegan, estudiando las cartas.
Por el brillo victorioso en sus ojos, asumí que tenía una buena mano. Eso lo confirmé un momento después cuando hizo lo que me temía: se inclinó hacia delante y dobló la apuesta. Ahora el resto debíamos igualar la cantidad. ?Cuánto era? ?Dos mil?
El silencio de la gente a nuestro alrededor se volvió denso, observador.
—Voy —dijo Adrik sin dudar, doblando la apuesta también.
El otro muchacho miró hacia ambos lados, nervioso. No le quedaba nada. Nada. Su billetera estaba sobre el borde de la mesa y solo relucían un par de tarjetas doradas, las cuales no se podían apostar, claro. Pensé que se retiraría, pero entonces suspiró con resignación y comenzó a quitarse el reloj plateado que llevaba puesto en la mu?eca derecha.
—Voy —dijo, y apostó el reloj.
La atención recayó en mí. De reojo vi que Adrik me miraba, aunque no pude descifrar nada en él. Aegan, por otro lado, rebosaba seguridad. Me echó un vistazo pesado, analítico. Sus ojos brillaron con una emoción potente, agresiva, divertida. Aquello estaba convirtiéndose en un auténtico show para él, ?no?
Bien, me removí sobre la silla y esbocé una sonrisa juguetona.
—?Qué más puedo apostar? —pregunté.
Sabía que estaba sonando como una tonta, pero esa era la idea.
—Sorpréndeme. —Aegan se encogió de hombros.
Los muchachos alrededor rieron por lo bajo.
Fingí que pensaba.
—?Qué tal... una sorpresa? —fingí también que se me ocurría de repente—. Una gran sorpresa.
—No es así como se juega —se burló, y con cuidado aclaró—: Tiene que ser algo valioso.
—Es que lo es —aseguré con entusiasmo—. Juro que vale los siete mil dólares.
Me aseguré de sonar lo más incitante y misteriosa posible. Parecerá gracioso, pero Aegan se lo pensó. Apostar una sorpresa no era algo permitido en un juego legal, solo que era obvio que ese Cash era ambicioso y no le gustaba lo convencional. Además, él mandaba. Si se le antojaba, podían apostarse ratas muertas.
—Bien, vas con la sorpresa —dijo—. Y solo acepto porque esto está resultando ser entretenido.
Así que llegó la verdadera confrontación final. Era la hora de mostrar las cartas.
Los nervios y las ansias casi se palpaban. Quien tuviera la mejor mano, ganaba todo lo que había en la mesa, y si no era yo, tendría que ingeniármelas. Quién sabía qué pretendía pedirme que hiciera.
Primero fue el chico. Dejó la mano al descubierto. Tenía un trío. Tres cartas del mismo valor. Con eso habría ganado si hubiera estado jugando contra estúpidos novatos.
Después fue Adrik. Tenía un full. Tres cartas del mismo valor y otro par de cartas de otro mismo valor. Eran buenas cartas, superaban al trío del muchacho, pero ?superaban a Aegan?
Rasqué la tela de mi pantalón por debajo de la mesa, inquieta.
Le tocó a él. Durante un momento no dejó de mirarme con esa sonrisa de suficiencia. Hasta me imaginé lo que intentaba decirme: ?Lo siento, mu?eca, hoy te vas a tener que quitar hasta la piel?. Y me preocupaba y enfadaba de solo pensarlo; en serio.
Lentamente, Aegan dejó las cartas sobre la mesa y anunció lo que tenía en la mano:
—Póquer.
Cuatro cartas del mismo valor. Cuanto más alto era el valor de esas cuatro cartas, más alto era el ranking de la mano. Aegan tenía números grandes. Números intimidantes. Sin duda alguna era una mano ganadora, así que los que debían de ser sus amigos empezaron a pitar por su victoria, mientras que el resto comenzó a celebrarla como si ellos también hubieran ganado buenas apuestas.
Y entonces yo mostré mis cartas.
Y como por arte de magia se hizo el más pasmoso de los silencios.
Silencio absoluto.
Un silencio que te cagabas.
Mi voz fue lo único que se escuchó:
—Escalera real de color.
Una mano invencible. Un as, un rey, una reina, una jota y un diez. Todos por el culo de Aegan Cash, y sin lubricante.
Fue un momento histórico. A?os después, si habías estudiado en Tagus y recordabas el estatus de los Cash, reconocerías que fue algo épico: alguien le había ganado a Aegan, y ese alguien había sido una chica que jamás había estado con él y que no sentía más que desprecio por su persona y ganas de humillarlo.
Los entornados ojos de Aegan se posaron en las cartas y después en mí. Le sostuve la mirada, conteniendo un estallido de emoción, y entonces aquella sonrisa, aquella insoportable sonrisa de triunfo con la que él me había recibido en la mesa, finalmente se esfumó.