Perfectos mentirosos (Perfectos mentirosos #1)(11)
—Te ense?a que puedes ser casi perfecto por fuera, y en realidad estar malditamente podrido por dentro —respondió sin más. Me fijé en que tenía una voz suave y taimada. Comparada con la potente y enérgica voz de su odioso hermano, la suya era intrigante y, por desgracia, era placentero escucharla.
En cuanto al libro, otra sorpresa para mí, yo opinaba lo mismo.
Las palabras salieron solas de mi boca:
—Y que el poder corrompe el alma.
—Que el poder, en realidad, es una debilidad —asintió él.
Entonces giró la cabeza y me observó. Tenía los ojos de un gris oscuro, nubloso, plomizo. Unas tenues ojeras le daban aspecto cansado. La comparación con su hermano fue inevitable: mientras que la mirada de Aegan era desafiante y estaba rebosante de altivez, la de Adrik era penetrante, un tanto misteriosa, difícil de sostener, pero interesante...
Era un Cash.
No debía olvidar que era un Cash. Y con los Cash había que ir con cuidado. Siempre.
—Bien. —Carraspeé y devolví la mirada a la lista—. ?Otro?
—Estuve leyendo Diálogo entre un sacerdote y un moribundo. Es un relato corto, pero sería interesante ver qué opinan.
—?Lees al Marqués de Sade? —le pregunté, ce?uda.
él alzó los hombros con indiferencia y se apoyó en el respaldo de la silla, muy relajado. De forma distraída y aburrida, comenzó a rascar la mesa con la u?a del dedo índice.
—?Y qué si lo hago?
—Es repulsivo —opiné.
—Exacto.
—Debí imaginarlo... —murmuré, negando con la cabeza mientras escribía el título.
Adrik soltó una risa apática que pareció más un resoplido. Giré los ojos. él, su hermano y todo lo que representaban estaban empezando a revolverme el estómago de una forma desagradable, pero debía calmarme. No podía estar a la defensiva con tanta obviedad. Acababa de llegar, se suponía que no tenía ninguna razón para detestarlos tanto, ?no? Así que debía comportarme.
—Solo dime otro libro —pedí, seca.
—Expiación de Ian McEwan.
—Uno que sí hayas leído —me corregí.
—?Por qué piensas que no he leído ese libro? —inquirió como respuesta.
—Pues porque no —contesté simplemente.
Hubo una leve elevación en su comisura derecha que dio la impresión de ser una peque?ísima sonrisa, aunque no pude identificar de qué tipo era. ?Diversión? ?Burla? ?Nada?
—No te parece posible que yo pueda leer un libro de ese tipo solo porque he dicho que he leído algo del Marqués de Sade, ?verdad? —replicó, tranquilo, pero al mismo tiempo algo afilado.
—No, no es... —intenté defenderme, pero Adrik continuó:
—?O es que ahora crees que siempre leo cosas del estilo del Marqués de Sade?
—Que no, es que...
Adrik se inclinó hacia delante y apoyó el codo en la mesa para hablar conmigo con un aire más confidencial. Fijó sus ojos grises en mí. Fue intimidante, y yo no me intimidaba con facilidad.
—Odio al Marqués de Sade —me susurró, serio—. Es tan repulsivo. Son solo perversiones y fantasías frustradas escritas para aliviarse, pero... al lector real le interesa leer cualquier tipo de libro. No quiere decir que todos vayan a gustarle, quiere decir que es abierto, que es curioso, que da oportunidades, y sobre todo que no pierde el tiempo criticando sin bases o apoyando las absurdas críticas de otros, porque forma su propia opinión y le basta con eso. A mí me basta con eso. —Y concluyó con—: ?No pudiste imaginar que esas eran mis razones o es que te resulta más fácil juzgar a las personas solo porque les gustan las cosas que a ti no te gustan?
Con eso me dio dos fuertes y triunfantes bofetadas mentales.
Pero me negaba a quedarme callada porque primero muerta y calcinada que derrotada por alguien. Exhalé y sacudí la cabeza, abrumada por la rapidez de sus palabras.
—No, espera —me apresuré a decir, reacomodándome, lista para entrar en debate—. Solo creí que no leerías algo así porque eres...
—?Un Cash? —completó al instante.
Pesta?eé, incrédula.
—Pues... sí.
—Vaya —se rio con una risa casi imperceptible, pero de sorpresa.
Ni siquiera me dio tiempo de decir algo más. Alzó la mano hacia Lauris y dijo en voz alta:
—Profesora, ?puedo trabajar solo este semestre? —Toda la atención del aula recayó en él. Lauris dejó de escribir en la pizarra y lo miró con curiosidad—. Es que mi compa?era cree que por mi apellido soy un estúpido y que por mis gustos soy un enfermo repulsivo. Y, la verdad, eso me parece muy prejuicioso.
Otra bofetada.
La clase entera me miró. Algunos se taparon las bocas para reprimir las risas, pero aun así se oyeron unas cuantas. Me ardió la cara de indignación y vergüenza, y de nuevo me sentí el centro de un asunto que podía empeorar solo para mí.