Ciudades de humo (Fuego #1)(15)
—Es de los fugados —murmuró uno de los hombres, quien sacó una pistola y le apuntó a la cabeza con ella.
Fue entonces cuando Alice se percató de que iban vestidos como los que habían atacado su zona, como ellas.
Alice reaccionó sin pensarlo y, aterrada como estaba, empezó a correr hacia ellos para intentar evitar lo que claramente iba a suceder, pero en el fondo ya sabía que era inútil. Apenas había avanzado unos pocos metros cuando se escuchó el ruido seco, duro y rápido del disparo. El cuerpo de 42 se desplomó contra el suelo, con una herida redonda en la frente. Alice se quedó paralizada.
Y entonces, el otro hombre, el que no había disparado, clavó la vista en ella y antes de que pudiera pensar, se vio a sí misma corriendo hacia el coche. Ni siquiera miró por última vez a 42. Más adelante se sentiría fatal por ello, pero en aquel momento no podía permitírselo.
Sorteó unas cuantas ramas torpemente, con lo que el hombre ganó cierta ventaja, hasta que por fin llegó al coche. Agarró el revólver del suelo y subió tan rápido como pudo. El motor se puso en marcha mientras tiraba el arma al asiento del pasajero.
Ya estaba dando marcha atrás cuando el hombre llegó a su altura. Vio que sacaba un aparato del bolsillo y hablaba por él, pero para entonces Alice ya se había incorporado al sendero otra vez. Notaba una capa de sudor frío cubriéndole el cuerpo, y las manos se aferraban con fuerza al volante, como si temiera que se le escapara.
?Lo había conseguido? ?Se había librado de ellos?
42 estaba muerta. La habían matado. Por ser androide. La habían asesinado sin molestarse en preguntarle nada, sin siquiera mirarla. Su respiración se aceleró. Intentó centrarse en la carretera como pudo, pero se estaba mareando otra vez.
Justo cuando empezaba a albergar ciertas esperanzas, escuchó el rechinar de unos neumáticos detrás de ella. El olor a goma quemada fue casi inmediato. Dos coches mucho más grandes que el suyo se acercaban. Varias cabezas asomaban de sus ventanillas.
Aunque no sabía qué estaba haciendo, por un impulso, Alice pisó con más fuerza el pedal que estaba bajo su pie derecho. Sintió que el motor del peque?o coche se quejaba, Alice hizo una mueca, como si fuera ella la que sufría.
Pero los otros seguían detrás y parecía que cada vez estaban más cerca, acechándola, tratando de sacarla del camino. Miró por el espejo y vio dos pares de faros aproximándose cada vez a mayor velocidad. Desesperada, hizo memoria de todo lo que había aprendido sobre tecnología humana, pero le dio la sensación de que, con el subidón de adrenalina, su cerebro era incapaz de pensar de manera coherente.
Eran tres pedales. Algunas marchas. No podía ser tan complicado, ?verdad?
Se tomó un precioso segundo para mirar abajo y ver el número cuatro debajo de su mano derecha. Y fue en ese momento cuando uno de los coches chocó con ella por atrás.
La sacudida hizo que se le escapara el volante durante un instante, un momento en el que todo, absolutamente todo, empezó a tambalearse.
Entonces, su estómago dio un vuelco y ahogó un grito. No fue capaz de cerrar los ojos. Durante un segundo, el coche se descontroló a toda velocidad en el bosque. Después, chocó contra un árbol y ella sintió que salía propulsada de su asiento hacia delante, atravesando el cristal.
Se quedó mirando el suelo. Su corazón latía tan rápido que no podía oír otra cosa. Era incapaz de sentir su cuerpo.
Quería volver a cerrar los ojos, pero una parte de ella, una que seguía siendo consciente de la situación, la obligó a mantenerse despierta.
—?Por dónde ha ido? —preguntó una voz que le pareció muy lejana.
—Por ahí.
No sabía si la estaban se?alando, pero se obligó a moverse.
No quería morir. La sensación fue tan repentina que no supo hasta aquel momento lo aterrada que estaba. No quería morir. No quería. No podía. No así. No estaba preparada.
Movió un dedo, después otro, y al final la mano entera, con la que palpó el suelo. Estaba tirada sobre un lecho de cristales rotos. Al levantar el brazo, se dio cuenta de que muchos de esos trocitos de cristal estaban clavados en sus brazos y sus piernas.
Se llevó una mano a la cabeza y notó una capa de humedad pegajosa que le cubría la mayor parte del cuero cabelludo. Y su pierna..., solo vio una mancha borrosa y roja. Era la única parte de su cuerpo que no podía sentir.
Dio la vuelta sobre sí misma y empezó a arrastrarse lejos del coche. Clavó los dedos en el suelo y se impulsó hacia delante, sintiendo que el cuerpo entero le suplicaba que parara. Lo hizo una, dos, tres, lo que le parecieron infinitas veces, hasta que por fin estuvo a unos metros del coche. Clavó los dedos en la corteza de un árbol y, resistiendo el insoportable latigazo de dolor que le recorrió todo el cuerpo, se arrastró cuanto pudo para ocultarse tras el tronco. Cuando se sintió menos expuesta, se dejó caer boca arriba y miró al cielo entre las infinitas hojas que se interponían entre ambos.