Ciudades de humo (Fuego #1)
Joana Marcus
A mis padres,
por apoyarme en todo siempre
1
La androide
que no podía dormir
Hacía días que se repetía exactamente el mismo sue?o. O quizá meses. Era difícil saberlo con exactitud.
Allí el tiempo pasaba tan despacio que perdías la noción. Y ella ni siquiera recordaba haber so?ado algo distinto en toda su vida.
No sabía si era del todo normal que un mismo sue?o se repitiera una y otra vez, pero no se atrevía a preguntárselo a nadie. Después de todo, ella no debería tener la función de so?ar. Era una androide y se suponía que estos no pensaban por sí mismos, no tenían imaginación. Los sue?os formaban parte de la imaginación.
A veces, se preguntaba si los demás androides so?aban, como ella, y pensaban tanto en..., bueno, en todo. Nunca les preguntaría por miedo, pero quería pensar que sí lo hacían. Que ella no era tan diferente.
Aunque el padre John, su creador, solía decir que ella siempre había sido especial. Era su última creación y la más novedosa. Y todos sabían que él era el mejor creador de la ciudad.
Ella se llamaba 43. Un androide no tenía derecho a recibir un nombre humano, solo lo que los demás llamaban número de serie.
Aun así, su padre la llamaba Alice cuando estaban solos. A ella le gustaba ese nombre humano, así que mentalmente se refería a sí misma del mismo modo. Hacía que se sintiera algo más que un número cualquiera de una larga lista.
Por supuesto, no era algo que pudiera decir delante de sus compa?eros o de los demás padres, así que en público seguía siendo la tranquila 43, tercera androide de la quinta y última generación.
A Alice le resultaba difícil dormir y, por si eso fuera poco, siempre era la primera en despertarse. Como no podía moverse de la cama hasta que sonara la sirena de buenos días, siempre esperaba pacientemente mirando el cielo a través del ventanuco que había a unos metros de distancia. Si bajaba un poco la mirada, entre su cama y el ventanuco, veía la cama de 42, que dormía plácidamente.
En ese aspecto, siempre la había envidiado. Se dormía nada más tocar la cama y, además, parecía tan tranquila... Ojalá Alice pudiera hacer lo mismo.
No obstante, despertarse la primera tenía sus ventajas. Todo estaba más silencioso cuando los demás dormían. Podía hacer lo que quisiera, siempre y cuando no se moviera de la cama, claro. Y era la única hora del día en la que nadie, absolutamente nadie, estaba vigilando sus movimientos. Era como quitarse un enorme peso de encima, aunque fuera solo por un rato.
A veces, también observaba la habitación. Dormía en el edificio principal, en la tercera planta. Tenían un pasillo solo para los androides, con habitaciones iguales para cada grupo. Las dos primeras puertas estaban reservadas para la primera generación; la de la derecha, para los chicos, y la de la izquierda, para las chicas. Y así hasta llegar a las últimas. Alice pertenecía al grupo de la última puerta a la izquierda, junto con el resto de las chicas de su generación.
Las habitaciones eran bastante austeras. Tenían forma cuadrada, las paredes estaban pintadas de blanco y el suelo era gris —Alice no conocía el nombre del material, pero no le gustaba, estaba bastante frío cuando ponía los pies descalzos en él por las ma?anas—. Los únicos muebles eran las cinco camas repartidas para que cada una tuviera su propio espacio personal y la mesa que había junto a la puerta. Una mesa rectangular de metal en la que les ponían la ropa que debían llevar cada ma?ana.
Alice no sabía en qué momento ponían la ropa allí. Ella era la primera que se despertaba y, aun así, no había conseguido verlo nunca.
Justo entonces, Alice percibió un movimiento con el rabillo del ojo. 42 se había despertado y se estiraba perezosamente. Era la androide con la que más había hablado en su vida, pero nunca mantenían conversaciones muy extensas. Se limitaban a comentar el maravilloso tiempo que hacía, lo agradecidas que estaban a los padres por cuidarlas y lo felices que eran, aunque esa dicha nunca se reflejara en los ojos de ninguna.
—Buenos días, 43 —le dijo 42 con el cabello despeinado y una peque?a sonrisa.
—Buenos días. —Alice le devolvió el gesto.
—Hace un día precioso.
Alice se percató de que 42 no había mirado por la ventana y, por lo tanto, no podía saber si realmente hacía buen día o no.
—Sin duda —le respondió de todas formas.
Pareció que 42 iba a decir algo más, pero se contuvo cuando la sirena de buenos días empezó a sonar. Las demás se despertaron con el sonido, que se cortó al cabo de menos de un minuto, y Alice se puso de pie para ir a recoger su ropa con ellas.
Siempre era la misma indumentaria: un conjunto completamente blanco con una falda que les llegaba por las rodillas y una pieza superior que cubría su torso y su cuello, dejando los brazos al descubierto. Alice escondió los pliegues de la parte superior de la falda y la alisó, de modo que no quedara ni una sola arruga. Podían castigarla si encontraban alguna. Eran muy estrictos en ese sentido. Bueno, y en todos los demás.