Ciudades de humo (Fuego #1)(4)



Alice vio de reojo que las madres murmuraban entre sí mientras ellos se tomaban el desayuno. Ya habían terminado cuando le dio la extra?a sensación de que hablaban de ella.

Quizá no fuera una sensación.

Cuando vio que una se acercaba a su mesa, clavó la mirada en su plato vacío, muy tensa.

—43 —llamó en tono amable y formal—, el padre John quiere verte.

Ella se alisó la falda y se puso de pie, aliviada. Solo era el padre John. Menos mal.

Y aun así, nunca era bueno que una madre viniera a buscarte fuera del horario habitual, que era por la tarde. Mantuvo la calma y se retorció los dedos mientras la seguía. Estaba nerviosa. Muy nerviosa.

El edificio principal era, básicamente, un conjunto de pasillos blancos e impolutos por los que madres y padres se paseaban de un lado a otro. Ellos, los androides, no podían pisarlos a no ser que fueran llamados.

Alice calculó los movimientos que hacían. Izquierda, derecha, el pasillo de las sillas, derecha, derecha. Puerta azul. Derecha. Escaleras. Izquierda. No sabía por qué lo hacía, era inconsciente, pero siempre se encontraba a sí misma haciéndolo.

—Espera aquí, por favor —pidió la madre, se?alando el pasillo—. No te muevas.

Ella se mantuvo en su lugar con los dedos entrelazados. No tenía permitido hablar con madres, padres o científicos si no le preguntaban algo directamente. Vio que la mujer desaparecía por el pasillo y miró a su alrededor. Estaba completamente sola. Le resultó un poco extra?o, pero la idea se fue de su cabeza antes de que pudiera siquiera considerarla porque un ruido parecido a un llanto sonó detrás de la puerta que tenía a su izquierda y la distrajo.

Se detuvo y escuchó más atentamente, curiosa y tensa a partes iguales. Incluso escuchar ya estaba tan prohibido que hacía que se pusiera nerviosa.

Pero solo tenía que hacerlo sin que la pillaran, ?no? Si no la descubrían, no pasaba nada.

Dudó un momento, mordiéndose el labio inferior. La madre seguía sin aparecer. Estaba sola. Las demás puertas estaban cerradas. Esa era la única entreabierta.

Antes de darse cuenta siquiera, se acercó sin hacer un solo ruido. Se detuvo junto a la abertura y contuvo la respiración, agudizando el oído.

—No es culpa tuya, 47, créeme. —Era la suave voz del padre Tristan.

Un momento... ?47? ?El androide al que habían sacado de la cafetería?

—A veces, ocurren errores en los programas —siguió el padre—. Eso hace que vuestro cerebro emule emociones humanas como la angustia, el miedo, los nervios..., y no estáis preparados para sentiros así. Tu reacción ha sido natural. Te has sentido sobrepasado. Lo entiendo.

—Lo... lo siento. —47 estaba llorando.

Alice no quería, pero a la vez necesitaba mirar. Estaba segura de que había algo que solo podría entender espiando a través de la rendija de la puerta. Pero era muy arriesgado. Si la descubrían...

No. No la iban a pillar. Solo tenía que asomarse un poco más.

—No te disculpes, 47. Ya hemos arreglado el error de tu sistema. Espero que entiendas el castigo.

—Lo en-entiendo, padre Tristan. —El chico seguía llorando.

—No podemos permitir que se produzcan altercados en la cafetería sin consecuencias, ?verdad?

—V-verdad, padre.

—?Qué crees que pasaría si no te hubiéramos castigado?

—Q-que... no los tomarían en serio, padre.

—Exacto, 47. Eres un androide muy inteligente. Cuando te creé, supe que serías el mejor de tu generación. Muchos no lo entenderían, pero tú sí.

Alice no lo soportó más. Se asomó lentamente, con las manos sudorosas y el corazón latiéndole tan fuerte que le dolía el pecho. Alcanzó a ver la ventana del despacho y a 47 sentado delante de la mesa del padre Tristan, tapándose la cara con una mano. Seguía llorando. Su creador lo miraba casi con ternura.

—No hace falta que nadie se entere de lo que ha pasado —replicó el hombre suavemente, y Alice vio que hacía un gesto al otro lado de la habitación.

Se apartó de golpe cuando un guardia emergió de la nada, transportando algo. Sintió el cuerpo entumecerse por los nervios. Cuando los pasos se detuvieron, volvió a asomarse.

—Esto es para que sepas que lo que hiciste estaba mal, pero también para que veas que, pese a todo, sigo considerándote un androide válido y excelente.

Alice frunció el ce?o cuando vio que le daban algo parecido a un guante de metal. No entendía nada. El guardia lo extendió hacia 47, que se frotó los ojos con el dorso de la mano derecha y lo alcanzó.

—Colócatela, 47 —lo apremió el padre Tristan como si hablara como un ni?o peque?o.

El joven seguía llorando cuando levantó el brazo izquierdo. Alice contuvo la respiración inconscientemente, llevándose una mano a la boca para no gritar. Se había quedado clavada en el sitio, paralizada.

47 no tenía mano.

No pudo verlo bien porque se había mareado, pero consiguió intuir que se colocaba el guante de metal. En cuanto lo tuvo puesto, Alice se dio cuenta de que era una imitación exacta de su mano. Era como si no hubiera pasado nada. Al menos, hasta que tuviera que usarla.

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