Ciudades de humo (Fuego #1)(9)
Alice había escuchado atentamente cada palabra, pero le resultaba casi imposible hacerse una idea de la magnitud de los hechos. Sabía lo que era una bomba, pero no podía imaginar una tan grande como para ser capaz de paralizar al mundo con su detonación.
—Esas bombas hicieron que fuera imposible vivir en ciertas zonas del mundo —continuó su padre. Tenía la mirada perdida en la zona por donde habían desaparecido los gorriones—. No porque sea imposible sobrevivir allí, sino porque es demasiado difícil. El agua está mayoritariamente contaminada, apenas hay vida animal y el aire tiene unos niveles de radiación tan altos que probablemente terminarían afectando al cuerpo de un ser humano. Incluso ahora que han pasado once a?os, esas zonas siguen siendo prácticamente inhabitables, y no parece que vaya a cambiar en mucho tiempo. Por eso dais las gracias cada día, Alice. Porque la zona en la que vivimos es un regalo que os han dado los padres y porque tenéis que estar agradecidos por esta oportunidad. Vosotros sois el futuro de la humanidad, pero no debes olvidar que nosotros os lo hemos proporcionado.
Esa parte del discurso le recordó las palabras que solía usar el padre Tristan para hablar de los científicos y los padres. Alice apartó la mirada, un poco incómoda, y se atrevió a volver a indagar.
—Si tan buenos somos, ?por qué nos odian los rebeldes?
Al parecer, esa pregunta no era tan sencilla como lo había creído al formularla. Su padre la estuvo sospesando durante casi un minuto entero antes de negar con la cabeza.
—Rechazan cualquier tipo de tecnología. De hecho, varias veces nos hemos ofrecido a darles herramientas tanto de trabajo como de entretenimiento para facilitarles la vida y hacer las paces, pero siempre nos han rechazado. Prefieren vivir estancados en el pasado, en sus ciudades medio destruidas y carentes de recursos, que aceptar los avances de la humanidad y ayudarnos. Me gustan tan poco como a ti, Alice, pero no podemos obligarlos a que nos acepten.
—Pero quizá podríamos parlamentar con ellos. Tal vez, si un androide les demostrara sus capacidades y lo útiles que podemos llegar a ser...
—Las cosas no son tan sencillas. Y me temo que esta conversación ya ha llegado a su fin. Deberíamos regresar antes de que se ponga a llover, Alice.
Y, tras aquel día, su padre no había vuelto a mencionar la Gran Guerra, ni a los gorriones, y mucho menos a los rebeldes. De hecho, parecía querer fingir que nada de aquello había ocurrido. Alice quizá se habría atrevido a insistir si fuera otro androide, pero con un padre era otra historia. No podía hacerlo. Así que solo le quedaba repasar aquella conversación en busca de cualquier posible detalle que se le hubiera escapado.
Justo como hacía en aquel momento, de pie junto a los ventanales del jardín trasero. Y como había hecho ya varias veces aquella semana.
Sí, habían sido siete días muy largos. Hasta que llegó aquella noche.
Mientras subían la escalera hacia los dormitorios, le tocó andar a la par que 47. No pudo evitar mirarle la mano. A no ser que te fijaras mucho en ella, no podrías ver que no era la suya. él pareció darse cuenta y la escondió mejor. Los chicos llevaban manga larga, así que no fue muy difícil.
Y, tras aquello, los dos se volvieron de nuevo hacia delante, incómodos.
Cuando por fin llegaron a sus camas, Alice supo que esa noche tampoco dormiría mucho. Como ya le había pasado todos aquellos días, miraría el techo durante horas y horas y le daría la sensación de que podía notar el bulto del revólver en la espalda, aunque en realidad los separara el colchón entero.
Estaba segura de que todo el mundo descubriría que lo tenía y, en cualquier momento, los científicos entrarían en la habitación y la llevarían con su padre para castigarlos a ambos. Incluso podía ver la malévola —y a la vez aterradoramente beatífica— sonrisa del padre Tristan mientras ordenaba a los guardias que les cortaran las manos a los androides.
Se tumbó de lado y se quedó mirando la cama de su compa?era, 42. Dormía profundamente, con el cabello rubio desparramado sobre la almohada. Alice también tenía el pelo largo, concretamente hasta los omóplatos. Y estaba dise?ado para no crecer más.
Había oído que en algunas partes se cortaba el pelo de las chicas como castigo, como una pérdida de su feminidad, aunque no lo entendía. ?Qué tenía que ver el pelo con eso? Seguían teniendo rasgos femeninos. Los humanos eran un verdadero misterio.
42 suspiró y murmuró algo en sue?os. Se conocían desde el día de su creación, que había sido simultánea, pero con diferentes padres. El padre John y el padre George. Según lo que sabía Alice, su creación había sido dos a?os atrás, pero en su memoria sentía como si hubiera vivido toda una vida.
Se preguntó hasta qué punto podía confiar en 42 y se volvió hacia el otro lado, frunciendo el ce?o. ?Debía decirle que corría peligro? No, su padre le había indicado que no lo hiciera.
Justo en ese momento, escuchó un peque?o ruido que provenía del exterior. Frunció más el ce?o. Apenas había sido un susurro, pero lo había percibido. Y nunca se oía ningún ruido tras el toque de queda. ?Había alguien despierto a esas horas? Quizá fuera una madre vigilando los pasillos.