Ciudades de humo (Fuego #1)(12)
—?Dónde crees que están? —preguntó, como si Alice tuviera las respuestas a las preguntas que ambas se hacían.
—No lo sé. Quizá se hayan escondido.
Como con intención de contradecirla, escucharon un disparo en el patio delantero y las dos palidecieron. Bajaron rápidamente la escalera. Alice apretó el arma entre las manos y se preguntó cómo funcionaría.
El piso inferior albergaba el comedor, que estaba desierto y tranquilo. Lo cruzaron rápidamente y se asomaron a los ventanales del fondo. Alice era más alta, así que se puso de puntillas. 42 tuvo que subirse a una silla.
Había un grupo de gente vestida de gris ceniza que rodeaba a una hilera de gente vestida de blanco. Los científicos. ?Y los padres?
Alice buscó con más desesperación, intentando encontrar a su padre, pero no lo veía por ningún lado. Uno de los hombres de gris exclamó algo que no pudo entender y vio que los invasores levantaban sus armas y apuntaban a la cabeza de un científico.
Fue entonces, justo en ese momento, cuando lo vio. A su creador. Al padre John.
Estaba de rodillas mirando al hombre que apretaba la pistola contra su frente. Sin embargo, en el último segundo, bajó la mirada y a Alice le pareció creer que sus ojos se cruzaban. Pero fue durante solo un segundo, un ínfimo y precioso segundo de esperanza que se desvaneció en cuanto los atacantes, a la vez, apretaron el gatillo.
Lo siguiente que vio fue el cuerpo de su padre dar un espasmo y caer rendido al suelo.
Por un momento, no se movió, solo se quedó mirando por la ventana mientras los hombres de gris, impasibles, arrastraban los cuerpos hacia un lado y los empezaban a amontonar en un rincón del patio. La pila se hacía más grande a medida que pasaban los segundos y ella siguió con la mirada clavada en su padre. No le veía la cara y no estaba segura de si quería hacerlo, pero sí distinguió sus piernas que eran arrastradas hacia el montón por un hombre desconocido.
Se sentía como si estuviera flotando. El cadáver de su padre empezó a desaparecer cuando amontonaron más sobre él. Y, justo en el momento en que volvía a la cordura, vio la cara del hombre que había dado la orden de disparar. Era el padre Tristan.
Apenas fue consciente de que estaban zarandeándola con violencia. De hecho, apenas fue consciente de nada aparte del picor punzante en la mejilla.
Parpadeó, volviendo a la realidad. Le zumbaban los oídos. Se llevó una mano a la mejilla, pasmada. 42 estaba a su lado, tirando de ella en dirección a la cocina. Estaba llorando. Acababa de darle un bofetón, desesperada.
—?Tenemos que irnos, 43!
Ella clavó los ojos una última vez en el padre Tristan y se dejó guiar hacia las cocinas, como si no pudiera terminar de entender lo que sucedía.
—?No sé cómo salir! —La chica estaba histérica.
Alice se llevó las manos a la cabeza. No podía concentrarse. No podía pensar. Parpadeó varias veces e intentó alejar tanto el mareo como el entumecimiento. Sí, tenían que salir de allí. Como fuera. Tenía que centrarse en eso. En nada más. En nadie más.
—Vámonos de aquí —murmuró, con voz ronca.
Las dos salieron de la cocina por la puerta trasera, que daba directamente a los patios del laboratorio. Los coches peque?os que utilizaban los padres para desplazarse de un lado a otro estaban desiertos. Eran una buena opción para escapar.
Alice agarró de la mano a 42 cuando vieron un grupo de gente de gris ceniza dirigiéndose a las cocinas. Reunió todo el coraje que pudo y se mantuvo firme hasta que llegaron a su altura. Los encabezaba una mujer de pelo negro recogido con firmeza, mandíbula cuadrada y rasgos duros.
Cuando ambos grupos se cruzaron, la mirada de la líder se levantó y automáticamente se clavó en Alice. Solo en ella. Por un breve momento de terror, pensó que iba a ordenar que las arrestaran, pero no. Se limitó a volver a apartar la mirada y a seguir su camino. Alice no pudo evitar leer la chapita de su pecho. Giulia.
Después de desaparecer en la cocina, tanto 42 como ella aceleraron el paso hasta que se encontraron corriendo. Alice abrió la puerta del conductor del coche más cercano que encontraron. Estuvo a punto de reírse cuando vio que tenía las llaves en el contacto.
Pero ?cómo se usaba esa cosa? Puso las sudorosas manos en el volante. No se había dado cuenta hasta ese momento de que las tenía llenas de sangre. Intentó no pensar en ello.
—Tienes que apretar eso con el pie —se?aló 42, para sorpresa de Alice—. Y el otro creo que es para parar el coche.
No necesitaba gran cosa más, así que encendió el motor, que apenas hizo ruido, y sin encender las luces avanzó lentamente a través de los senderos de piedra que rodeaban la cumbre de edificios en la que se erguía su zona. Los primeros movimientos fueron bruscos, pero después se encontró a sí misma conduciendo como si lo hubiera hecho toda la vida. 42 la miró, sorprendida, cuando ella cambió de marcha, pero no dijo nada. Alice avanzó hacia la desierta salida trasera, cruzó la valla abierta y plateada, y aceleró el coche para alejarse de lo que durante toda su vida ambas habían considerado su hogar.