Yerba Buena(17)
LA FLORISTERíA Y EL ESTUDIO
Emilie bajo el calor del verano de Los ángeles. Con vaqueros cortos, la piel de los muslos sobre la tela del asiento de su Toyota Tercel, llegando a casa de sus padres para almorzar. Y allí estaba la se?ora Santos, ocupándose de su jardín delantero y saludando.
—Te he echado de menos —dijo Emilie acercándose a ella.
Emilie había trabajado como recepcionista en el negocio inmobiliario de los Santos hasta el mes anterior. Había sido una tarde normal en la oficina. Acababa de volver a rellenar los portalápices con bolígrafos y clips cuando se hizo el silencio. Se volvió y vio al se?or y a la se?ora Santos junto con Randy, su hijo mayor, de pie en el área de recepción, con un pastel.
—?Feliz quinto aniversario! —había exclamado la se?ora Santos y todos habían vitoreado acercándose a ella.
Randy había dejado el pastel de boniato morado brillante y coco blanco sobre el escritorio, uno de los platos filipinos que había comido mientras crecía en su casa.
—De ube —dijo Emilie—. Mi preferido.
Pero le costó pronunciar esas palabras. ?Cinco a?os? Se suponía que iba a ser un trabajo de verano, algo para pagarse el alquiler entre el segundo y el tercer curso de la universidad. Miró fijamente las diminutas llamas de las cinco velas y se echó a llorar.
—Tranquila, tranquila —le dijo la se?ora Santos, mientras el se?or Santos fingía que lo llamaban y se encerraba en el despacho.
—Sabes que se le dan fatal las emociones —a?adió Randy—. Pero lo entendemos.
—Estoy siendo una maleducada. Me habéis preparado un pastel. Habéis sido muy buenos conmigo.
Y era cierto que lo habían sido. Sus responsabilidades consistían en contestar el teléfono, preparar café y hablar con el se?or Santos sobre recetas y observación de aves (aunque Emilie ni cocinaba ni observaba aves) y, los mejores días, Pablo se pasaba y hacía girar la silla de Randy y la de ella, se mareaban y miraban el techo amarillento de la oficina como si fuera el cielo, maravillándose con las canciones que les gustaban o las películas que habían visto. A veces, Pablo le ense?aba fotos de sus últimos collages y dibujos en el ordenador de la oficina para que ella los criticara. A veces, el chico leía fragmentos de las redacciones de Emilie y todos le concedían su bendición para que imprimiera cada borrador, página tras página, a doble espacio.
—Impuestos deducibles —comentaba el se?or Santos extendiendo el brazo hacia la impresora como si le estuviera entregando un peque?o reino de papel y tinta.
Había sido muy fácil quedarse, dejar que pasaran los a?os. Había estado bien, pero su tiempo allí había terminado y la se?ora Santos le había dicho:
—Vamos a comer el pastel mientras decidimos qué harás a continuación.
Emilie había dejado de llorar, agradecida de que la entendieran.
Ahora, en su jardín, la se?ora Santos anunció:
—Colette ha llegado hace unos minutos. ?Tenéis comida familiar?
Emilie levantó la botella de zumo de naranja que le habían pedido que llevara, a modo de confirmación.
—?Cómo le va a tu hermana? —La misma pregunta que le habían hecho tantas veces a lo largo de los a?os.
Emilie se encogió de hombros.
—Con Colette nunca se sabe.
—Pobre ni?a.
—Ya es una mujer —le recordó Emilie—. Tiene veintiocho.
—Todavía sois muy jóvenes. Pero sí, ahora es una mujer. Pobres de tus padres. Y tú también, Emilie. Es bueno descansar. Acaba los estudios. Siempre tendremos un sitio para ti en la oficina si necesitas hacer unas horas. A Randy le encanta la propiedad inmobiliaria…
—Demasiado papeleo. Háblame de estas flores. Son como las amapolas de California, pero de color rosa.
—Son un híbrido. ?No te gustan?
En casa de sus padres, dejó el zumo de naranja en la encimera y besó a su madre y a su padre en la mejilla. Ambos llevaban delantales a rayas. Lauren se estaba quitando con esmero el cabello de la cara mientras Bas se balanceaba con The Neville Brothers. La gofrera sacaba vapor y el bacon crujía. El café goteaba de la cafetera.
—?Así seremos nosotras algún día? —le susurró al oído Colette, que había aparecido detrás de ella—. ?Siempre ancladas en la música de nuestra juventud?
Emilie acercó un poco más su cabeza y se emocionó por la atención que le brindaba su hermana.
—No me importaría. Siempre y cuando no llevemos delantales a juego con nuestras parejas.
Colette echó la cabeza hacia detrás y se rio, y Emilie se sintió inundada de amor y pesar. ?Cómo había podido olvidar lo mucho que se divertían cuando estaban juntas?
Sus barrios estaban uno junto al otro, pero a lo largo de los a?os se habían acostumbrado a evitarse a medias. A veces se encontraban en cafeterías o restaurantes.
?No sabía que vinieras por aquí?, decía una.
?Está a tres minutos de mi casa?, contestaba la otra.