Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(62)



Pisar el freno era frustrante.

Necesario pero frustrante.

Me relajé mientras preparaba la cena, aunque no me quité de la cabeza qué sería lo que había estado dibujando esa misma tarde durante mi ausencia. Me gustaba saber que empezaba a sentir la necesidad de plasmar.

Envidiaba eso. Que ella tuviese tanto que mostrarle al mundo y yo tan poco.

Que a ella se le desbordasen las emociones, y a mí me costase encontrarlas y guardarlas a buen recaudo.

—?Qué estás haciendo? —preguntó.

—Tofu frito con salsa de tomate.

—Supongo que podría ser peor —bromeó.

Sacó los platos y serví la comida antes de que saliésemos a la terraza.

Ella dijo que ?estaba muy rico? y no hablamos mucho más mientras cenábamos. Luego preparé té, puse música y, con un libro en la mano, me tumbé en la hamaca.

Leah rompió el silencio pasado un rato.

—?Qué estás leyendo? —preguntó.

—Un ensayo. Habla sobre la muerte.

Reprimí el impulso de levantarme, arrodillarme a su lado y abrazarla.

Eso era lo que quizá hubiese hecho durante los dos o tres primeros meses.

Ahora la idea de tocarla me parecía lejana, casi un imposible.

—?Y por qué quieres leerlo?

—?Por qué no? —repliqué.

—Nadie quiere hablar de eso…

—?Y no crees que es un error? —Yo llevaba meses dándole vueltas…

—No lo sé.

Dejé el libro a un lado.

—También he estado leyendo sobre la muerte en otras culturas. Y me pregunto si la manera que tenemos de afrontar las cosas es una cuestión de aprendizaje o nos nace de una forma instintiva. ?Sabes lo que quiero decir?

—Leah negó con la cabeza—. Me refiero a las diferentes formas que el ser humano tiene de canalizar y sentir un mismo hecho. Por ejemplo, algunos pueblos aborígenes australianos colocan los cadáveres sobre una plataforma, los recubren con hojas y ramas y los dejan allí. Cuando tienen alguna celebración importante, se untan el líquido del cuerpo podrido por la piel o pintan los huesos de color rojo y los usan como adornos para recordar siempre a sus seres queridos. En Madagascar, los malgaches sacan cada siete a?os los cuerpos de las tumbas, los enrollan en sudarios y bailan con ellos. Luego pasan un rato hablándoles o tocándolos antes de volver a enterrarlos durante otros siete a?os.

—Joder, Axel, eso es asqueroso —Leah arrugó la nariz.

—Precisamente de ahí surge mi duda. ?Por qué algo que a unos nos parece horrible a otros los reconforta y les hace sentir bien? No sé, imagínate que desde ni?os nos ense?asen que la pérdida no es algo triste, tan solo una despedida, algo natural sobre lo que hablar.

—La muerte es natural —corroboró.

—Pero no la vemos así. No la aceptamos.

A Leah le tembló el labio inferior.

—Porque duele. Y da miedo.

—Ya lo sé, pero siempre es peor ignorar algo y fingir que no existe.

Sobre todo, cuando todos vamos a pasar por ese algo , ?no crees? —Me levanté y me agaché delante de ella. Le sostuve la barbilla con los dedos—.

?Tú eres consciente de que yo me voy a morir?

—No digas eso, Axel…

—?El qué? ?La realidad más obvia de todas?

—Ni siquiera puedo pensarlo…

Abrí la boca, dispuesto a seguir tensando la cuerda, pero renuncié al ver su expresión. Me perdí en su mirada asustada y no aguanté las ganas de inclinarme y darle un beso en la frente antes de apartarme rápido. Volví a la hamaca y cogí de nuevo el libro. Me quedé leyendo hasta tarde, después de que Leah se despidiese dándome las buenas noches, pensando, pensando en todo…

Era tan curioso e ilógico que durante a?os nos ense?asen matemáticas, literatura o biología, pero no cómo gestionar algo tan inevitable como la muerte…





62



LEAH

Había tomado una decisión, un camino.

Volver atrás. Sentir. Encontrarme. Recomponerme.

Era un viernes por la tarde cuando abrí el armario de la cocina y rebusqué entre las bolsas que había hasta encontrar una piruleta con forma de corazón. Habían sido mi perdición durante a?os. Mi padre siempre me las compraba. Quité el envoltorio y la miré sin prisa, fijándome en el color intenso. Me la llevé a la boca, degustando el sabor a fresa. Cerré los ojos. Y

entonces lo vi a él, a papá, siempre tan sonriente y de buen humor.

Los recuerdos son así. Chispas. Nacen cuando menos te lo esperas.

Chrrs. El tacto algo áspero contra la mejilla que tanto se parece a ese suéter que te tejía tu abuela, con un dibujo navide?o en medio y la lana gruesa.

Chrrs. Esa palabra que tu padre usaba para dirigirse a ti y solo a ti, diferenciándote del resto, ese ?corazón, dame un beso de buenas noches?.

Chrrs. El sol. La luz. Una luz concreta. La del mediodía, la de los domingos en el porche de casa justo después de comer, cuando parecía que los rayos estaban perezosos y apenas calentaban. Chrrs. El olor de un suavizante, el aroma suave a rosas, la sensación de llevarte a la nariz la ropa limpia y aspirar con lentitud. Chrrs. El sonido ronco de una risa conocida. Chrrs.

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