Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(57)



Lo que tienes que hacer es disfrutar. También estudiar, claro. El resto del tiempo, sal, conoce chicos, foll… —se mordió la lengua—, diviértete con ellos y no te pongas límites ni ataduras.

—?Qué tienen de malo las ataduras? —intervino Justin.

—Bueno, como indica la palabra, atan.

Axel y Justin se pasaron los siguientes veinte minutos discutiendo, a pesar de los intentos de Georgia por cortar la desavenencia entre sus hijos.

Yo me dediqué a observarlo bajo la luz de las guirnaldas en aquella noche de verano. La sombra de la barba le acariciaba la mandíbula cuadrada y llevaba el pelo más largo de lo habitual, las puntas casi le rozaban las orejas.

Cuando todos se marcharon, subí a mi habitación, me puse el pijama, me tumbé en la cama y miré el sobre en el que Axel había metido las entradas del concierto. Deslicé los dedos por el dibujo, lo imaginé haciéndolo en su escritorio, ese que estaba lleno de trastos…

—?Puedo pasar? —mamá llamó a la puerta.

—Claro. Entra. —Dejé el sobre en la mesilla.

—?Te lo has pasado bien? —Remetió la sábana de colores porque siempre solía destaparme a media noche. Luego se sentó al borde de la cama.

—Sí, gracias, mamá. Ha sido genial.

—Venía a darte un regalo...

—Pero si ya me lo diste.

—Un regalo diferente, Leah. Un consejo. —Me apartó de la cara algunos mechones—. Dale tiempo a Axel, cielo.

—?Qué quieres decir?

—Ya lo sabes. En la vida, cada cosa tiene su momento, lo entiendes, ?verdad?

—Pero, mamá, no sé de qué estás…

—Leah, no pretendo que hablemos de esto como si fuese una de tus amigas. Solo es un consejo porque no quiero que sufras. Y sé cómo eres. Sé cómo sientes. Somos más parecidas de lo que crees, ?sabes? Quizá aún no te hayas dado cuenta, pero Axel es… complicado. Y tú, muy impaciente.

No es una buena combinación.

—Da igual. Nunca me mirará de otra forma.

—No lo culpes por eso, Leah. Aún eres una ni?a… —Mamá tenía la sonrisa más bonita y dulce del mundo—. Mi peque?a princesa…, cada vez que te miro solo puedo pensar, ?cómo es posible que ya hayan pasado diecisiete a?os desde que eras una bolita adorable y diminuta? —Tenía los ojos húmedos; ella era así, tan emocional, tan frágil…—. Descansa, cari?o.

Ma?ana podemos hacer algo juntas si nos levantamos pronto, ?te parece?

Asentí y ella se inclinó para darme un beso antes de apagar la luz.





JULIO



(INVIERNO)





57



AXEL

Leah llegó el lunes pedaleando desde el instituto. Oliver se había ido un día más tarde; esa misma ma?ana había pasado por casa para dejar la maleta de su hermana. Nos despedimos con un abrazo. No quise pensar en nada cuando le palmeé la espalda. No quise pensar en ella ni en todo lo que había ocurrido el último mes.

—?Te ayudo con eso? —me ofrecí a coger su mochila en el porche, pero Leah negó con la cabeza y entró en casa. La seguí hasta la cocina—.

No me saludes con tanto entusiasmo, que podría empezar a caer confeti del techo.

—Perdona. Hola.

Cogió una de las sopas instantáneas de mi madre y se dedicó a leer las instrucciones apoyada en la encimera. Llevaba una de esas camisetas que se atan al cuello y son tan cortas que dejan el ombligo a la vista. Aparté la mirada y carraspeé.

—Ya he preparado la comida.

—Gracias, pero prefiero esto.

—Ni siquiera te he dicho qué es.

—Prefiero esto a cualquier otra cosa.

Nos taladramos mutuamente con la mirada.

—Como quieras. —Abrí la nevera, cogí mi comida y me fui al salón.

Ya no hablamos más.

Ni ese día, ni el martes ni el miércoles.

Al principio intenté sacar algún tema de conversación mientras nos perdíamos entre las olas al amanecer. De vuelta en casa, cogía una manzana de la nevera, se la guardaba en la mochila y se iba al instituto en su bicicleta.

Yo me debatía entre exigir una explicación o dejarlo correr, porque por primera vez en mucho tiempo Leah parecía muy entera, muy despierta. No estaba seguro de qué significaba, pero el resto del tiempo estaba centrada en sus cosas.

Hacía los deberes a media tarde, a veces a mi lado en el escritorio, o bien sentada en el suelo del salón o tumbada en su cama. Después mataba las horas con los auriculares puestos o pintando un rato. Sobre todo, pintaba para ella misma, en un cuaderno que llevaba debajo del brazo a menudo, a buen recaudo, como si no quisiese dejarlo por ahí y que yo lo viese.

Y eso me jodía la vida.

Me jodía que me negase su magia, las emociones que plasmaba, los secretos enredados en su cabeza. Sabía que no tenía derecho a estar molesto, pero no podía mantener bajo control ese resentimiento.

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