Puro (Pure #1)(79)
Al sentir que le tiran del brazo hacia atrás, el otro chico saca el garfio de la carne y se gira en redondo oscilando sobre la cabeza de una ni?a atrofiada. Tiene la mano de su madre fusionada en medio de la espalda. El chico se echa hacia delante y la mujer le mete rápidamente la rodilla en la barriga, le encaja un gancho en la barbilla y le pone un cuchillo de cocina contra el corazón.
La hija ríe.
Perdiz sabe que las mujeres y sus hijos fusionados son agresivos a la par que disciplinados: son soldados. Con su fuerza codificada podría llevarse por delante a media docena de una embestida, pero ahora ve que son más de cien. Las sombras se mueven y se acercan otras mujeres para despojarlos de los cuchillos, los garfios y los dardos que acaban de cosechar.
La mujer con el cuchillo de cocina agarra a Perdiz del brazo, con una mano que parece tener incrustadas hileras de dientes afilados que le cortan la piel, y lo pone en pie de un tirón. El chico se mira el brazo pálido salpicado de sangre y ve entonces en la palma de la mujer trozos de espejo. Del cinturón lleva colgada una vieja funda de almohada sucia. Por detrás, otra le dobla los brazos con tanta fuerza que los codos casi le rozan la espalda. Mira de reojo a Bradwell, al que también han puesto de pie y han atado.
Lo último que Perdiz ve antes de que le cubran la cabeza con la funda de almohada es una cruz de oro con una cadenita engarzada a un pecho escaldado.
Y luego la oscuridad, su respiración humedeciendo el interior de la caperuza.
Piensa en el mar. ?Lo envolvió una vez su madre en una manta? ?Escuchó el sonido del viento agitando una tela contra sus orejas, atenuando el rugido constante de las olas? ?Qué habrá sido del mar? Ha visto algunas imágenes, en blanco y negro, está turbulento y arremolinado. Pero el blanco y negro nunca le hará justicia a la esencia del mar, ni siquiera en una imagen estática. Cierra los ojos y finge tener la cabeza en una manta, el mar no está lejos y su madre, a su lado. Espera no morir.
Un chiquillo emite un graznido penetrante como el de una gaviota.
Pressia
árabes
Ingership tiene la mitad de su huesuda cara recubierta con una placa de metal y una bisagra donde debería haber un trozo de mandíbula. Aquel arreglo se lo había hecho alguien que sabía lo que se hacía, un profesional, no un simple cosecarnes como su abuelo; era obra de alguien con conocimientos e instrumental reales. La bisagra le permite hablar, masticar y tragar. Con todo, las palabras no le salen con naturalidad, tiene que forzarlas. La lámina de metal, por su parte, se extiende desde el mentón y, como lleva una gorra militar, es imposible saber dónde acaba la placa y dónde empieza la piel que le recubre el cráneo. El otro lado de la cabeza lo tiene afeitado al cero; está rosa. A Pressia la visión de esa cabeza le trae al recuerdo el disparo, la sacudida y el cráneo machacado del ni?o contra el suelo. No es una asesina pero ha dejado que le dispare. Iba a morir, sí, y le pidió a Il Capitano que lo hiciera, fue un acto de compasión. Pero eso no la ayuda: es culpable.
Está sentada enfrente de Ingership, en el asiento trasero de un sedán negro milagrosamente reluciente. Tienen el sol justo sobre sus cabezas. Las órdenes decían que Il Capitano debía conducir a Pressia Belze a campo traviesa cinco kilómetros hasta un viejo depósito de agua caído —con su bulbosa cima quebrada y ennegrecida—, donde los estaría esperando el coche. Y cuando han llegado ya estaba allí aquel vehículo tan impoluto que parecía sacado de otro mundo. La ventanilla tintada ha bajado con un zumbido y ha dejado al descubierto la cara de Ingership. ?Arriba?, les ha ordenado.
Pressia ha seguido hasta el otro lado del coche a Il Capitano, que le ha abierto la puerta. La chica ha entrado la primera y luego el oficial ha subido y ha cerrado de un portazo. Entre el rifle que le colgaba de un hombro y Helmud, no ha podido recostarse en el asiento. El hermano es voluminoso y el coche parecía estrecho para todos. Ingership lo ha mirado con frialdad, como si quisiera pedirle a Il Capitano que se deshiciese de Helmud. Pressia se ha imaginado a Ingership diciendo: ??No podemos meter el equipaje en el maletero?? Pero en lugar de eso, ha dicho:
—Fuera.
—?Quién, yo? —se ha extra?ado Il Capitano.
—?Yo? —ha dicho a su vez Helmud.
Ingership ha asentido.
—Espera aquí. El chófer la traerá de vuelta.
Pressia no quería separarse de Il Capitano y quedarse a solas con Ingership. Su discurso mecanizado y su calma sobrecogedora tienen algo que le produce cierta desazón.
Il Capitano ha abierto la puerta, ha bajado, la ha cerrado de golpe y después ha llamado a la ventanilla.
—Pulsa el botón —le ha dicho Ingership a Pressia.
La chica le ha dado al botón que hay en la manija interior y ha sentido la vibración eléctrica en la yema del dedo. La ventana ha desaparecido por dentro de la puerta.
—?Cuánto tiempo vas a tardar? —le ha preguntado Il Capitano, a quien Pressia ha visto frotar el dedo contra el gatillo.
—Tú espérala —ha dicho Ingership, que a continuación le ha ordenado al chófer que arranque.
El coche ha vuelto entonces a la vida, entre una humareda de polvo, y los pasajeros se han visto propulsados hacia delante. Aparte del paseo en el camión de la ORS con las manos atadas y la boca precintada, Pressia no ha estado en un coche hasta donde tiene memoria. ?Recordaba siquiera esa sensación en lo más hondo de su memoria? Al entrar el viento y la ceniza por la ventanilla, ha tenido miedo de colarse de algún modo por el asiento.