Puro (Pure #1)(78)



—?Qué pasa? —pregunta Bradwell.

—Nada bueno. Están orgullosos de sus presas. —Otro dardo impacta contra el plástico—. Y tienen buena puntería. ?Serán las protectoras?

—Puede ser. Si es así, debemos rendirnos. Queremos que nos capturen y nos lleven con su cabecilla. Pero no sabré si son ellas hasta que las vea; necesito mejor perspectiva. Voy a correr hasta aquel fundido de allí. —Bradwell se?ala hacia el frente.

—Intenta que no te den.

—?Cuántos dardos les quedarán?

—Lo que no quiero saber es lo que pueden usar cuando se les acaben los dardos —dice Perdiz sacudiendo la cabeza.

Bradwell sale a todo correr. Cuando los dardos caen como la lluvia sobre él, deja escapar un grito. Se tambalea y se coge el codo izquierdo. Le han dado en el hombro, pero sigue corriendo y se lanza tras el siguiente fundido.

Perdiz va a por él antes de que Bradwell intente retenerlo. Esprinta y derrapa hasta pararse junto al chico herido, que ya tiene la manga de la chaqueta ensangrentada. Agarra el dardo clavado en el brazo de Bradwell.

—?No! —exclama este intentando zafarse.

—Tienes que sacártelo. ?Qué pasa?, ?te asusta un dolorcillo de nada? —Le coge el brazo por debajo del codo—. Seré rápido.

—Espera, espera. Hazlo a la de tres.

—Vale. —Perdiz echa el peso sobre el brazo de Bradwell, lo sujeta contra el suelo y con la otra mano rodea el dardo, que está bien profundo—. Una, dos… —Y lo saca llevándose un trozo de chaquetón con él.

—?Mierda! —grita Bradwell. La herida echa sangre a borbotones—. ?Por qué no has contado hasta tres?

?Quien la hace la paga?, piensa Perdiz en un impulso, para devolvérsela a Bradwell por la hincha que le tiene, por meterse con él cuando Pressia desapareció. Lo cierto es que él también alberga cierto odio hacia el chico, aunque solo sea porque Bradwell se lo tiene a él.

—Hay que vendarlo.

—?Mierda! —grita Bradwell pegándose el codo a las costillas.

—Quítate el chaquetón. —Perdiz lo ayuda a sacárselo por el brazo y luego aprovecha el desgarrón para romper la manga y utilizarla para envolver el músculo del hombro, apretándola con fuerza—. Ojalá hubiese podido verlas bien.

—Ah, pues ?sabes qué? Pienso que vas a tener suerte. —Bradwell se?ala hacia el frente.

Hay un par de ojos cerca del suelo: un crío que atisba por detrás de la pierna de una criatura más grande pertrechada para la batalla, con una coraza hecha con cuchillas de cortacésped y un casco. Por un hombro le cae una larga trenza, mientras que las armas que lleva solo son reconocibles por sus componentes: una cadena de bici, un taladro, una motosierra.

—No está mal —dice Perdiz—. Solo una mujer y un crío. Nosotros somos dos.

—Espera.

Por detrás empiezan a aparecer muchas más sigilosamente. Todas son mujeres y la mayoría también llevan ni?os, bien abrazados, bien a su lado, así como más armas: cuchillos de cocina, tenedores de barbacoa de dos puntas, desbrozadoras. Sus caras son mosaicos de vidrio, azulejos, espejo, metal, baldosa y algún plástico reluciente. Muchas tienen joyas fusionadas en mu?ecas, cuellos y lóbulos; deben de ir recortándose la piel para que no les crezca sobre las joyas, que están perfiladas por peque?as costras oscuras y enrojecidas.

—?Nos han encontrado? ?Era este el grupo que esperabas? —pregunta Perdiz.

—Sí. Creo que sí.

—Parecen amas de casa —susurra Perdiz.

—Con sus críos.

—?Por qué no han crecido los ni?os?

—No pueden. Están atrofiados por el cuerpo de sus propias madres.

A Perdiz le cuesta creer que haya llegado a sobrevivir gente de la que residía en ese lugar. Siempre fueron personas sumisas que carecían del valor de sus convicciones. Y los que demostraron cierto valor —como tal vez la se?ora Fareling— desaparecieron. ?Son estos las madres y los ni?os de las urbanizaciones cercadas, quienes en otros tiempos se deleitaban entre plásticos?

—?Estamos a punto de que nos dé una paliza de muerte una asociación de madres?

Cuando el grupo avanza Perdiz se da cuenta de que no es solo que los ni?os vayan con sus madres, es que están pegados. La primera mujer que vieron tiene unos andares extra?os; el crío que parecía estar cogiéndole de la pierna en realidad está fusionado a ella. Sin piernas, el ni?o solo tiene un brazo, mientras que el torso y la cabeza surgen del muslo de su madre. A otra mujer le salen del cuello unos ojos en la cabeza protuberante de un bebé, como si tuviese bocio.

De rasgos angulosos y rostro adusto, van con el cuerpo ligeramente encorvado, como preparadas para embestir.

Perdiz se aprieta bien la bufanda para asegurarse de que su cara impecable quede oculta.

—Ya es tarde para eso. Limítate a levantar las manos y sonreír.

Todavía de rodillas, ambos alzan las manos por encima de la cabeza.

—Nos rendimos. Hemos venido para ver a vuestra Buena Madre. Necesitamos su ayuda —les dice Bradwell.

Una mujer con un crío fusionado en la cadera se adelanta hasta Perdiz empujando una especie de cochecito armado con cuchillos. Otra mujer con una podadora en la mano avanza hasta Bradwell y le pega un rodillazo en el pecho con una fuerza asombrosa; acto seguido le pone las cuchillas delante de la cara, y las abre y las cierra amenazante, las hojas brillantes y afiladas. Tiene el utensilio fusionado en una mano y lo acciona con la otra. Por último pone el pie descalzo sobre el esternón de Bradwell, abre la podadora todo lo que puede y se la pega a la garganta.

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