Puro (Pure #1)(62)
Por las ventanas Pressia ve tablones de madera unidos por clavos —una especie de cobertizo—, un muro de piedra con alambre de espino por encima y, más allá, unos pilares blancos que no están unidos a nada semejan tallos aislados.
La guardia se detiene ante una puerta y llama. Una voz de hombre, bronca y desganada, grita:
—?Pase!
La guardia abre la puerta y vuelve a empujar a Pressia con la culata.
—Pressia Belze —anuncia, y, dado que es lo único que la chica le ha oído decir, se pregunta si no sabrá decir otra cosa.
Hay un escritorio y un hombre sentado a él, o en realidad son dos hombres… Uno es grande y entrado en carnes. En principio parece bastante mayor que Pressia, aunque entre las cicatrices y las quemaduras cuesta adivinar su edad. Y también puede ser que no le saque muchos a?os a Pressia, que solo esté más estropeado. El más peque?o debe de rondar su edad, si bien es raro, porque un cierto vacío en su mirada hace que sea difícil calcularla. El más grande lleva el uniforme gris de oficial y está comiéndose un pollo enano de una lata; el animal todavía tiene la cabeza.
El hombre de su espalda es peque?o. Se fusionó ahí: los brazos chupados cuelgan alrededor del cuello grueso del mayor, una espalda ancha contra un pecho delgaducho. Pressia se acuerda del conductor del camión y de la cabeza que parecía flotar tras él; es posible que se trate de los mismos.
El mayor le dice a la guardia:
—Quítale la cinta. Algo tendrá que decir.
Tiene los dedos llenos de grasa de pollo y las u?as sucias y relucientes al mismo tiempo. Cuando la guardia le quita de un tirón la cinta, Pressia se relame los labios y le saben a sangre.
—Puedes retirarte —le dice el hombre a la centinela, que se va y cierra la puerta con una delicadeza que Pressia no habría esperado de ella; apenas un chasquido suave.
—Bueno… Yo soy Il Capitano. Estamos en el cuartel general y soy yo quien manda aquí.
El hombrecillo de la espalda murmura:
—Quien manda aquí.
Il Capitano lo ignora, coge la carne oscura y se la mete en la boca grasienta. Pressia se da cuenta de que está muerta de hambre.
—?Dónde te han encontrado? —le pregunta Il Capitano al tiempo que se pasa un trozo más peque?o por encima del hombro y le da de comer al de atrás, como a un pajarillo.
—Ahí fuera.
Il Capitano mira a Pressia.
—?Eso es todo?
La chica asiente.
—?Por qué no viniste a entregarte? —pregunta el oficial—. ?Te gusta jugar al gato y al ratón?
—Mi abuelo está enfermo.
—?Sabes la de gente que me viene con la excusa de que tienen a algún familiar enfermo?
—Supongo que habrá muchas personas con parientes enfermos… eso cuando tienen familia, claro.
El hombre inclina la cabeza hacia un lado y Pressia no sabe cómo interpretar su expresión. Vuelve a su pollo y dice:
—La revolución está en camino y mi pregunta es: ?eres capaz de matar? —Lo ha dicho sin mudar el gesto, como si lo hubiese leído de un folleto de reclutamiento. No le pone alma.
Lo cierto es que el hambre que siente es tal que a Pressia le entran hasta ganas de matar a alguien; un deseo feo que le sobreviene como un fogonazo.
—Podría aprender. —Se siente aliviada por tener todavía las mu?ecas atadas a la espalda, con el pu?o de mu?eca oculto a la vista.
—Un día los derrocaremos. —Suaviza el tono de voz y a?ade—: En realidad eso es lo único que quiero: me gustaría matar a un puro antes de morirme. Solo a uno. —Suspira y se frota los nudillos contra la mesa—. ?Y tu abuelo?
—Ahora ya no hay nada que pueda hacer por él —contesta Pressia. Y le sorprende darse cuenta de que es verdad y de que le supone un extra?o alivio. Al instante se siente culpable. Le quedan la carne en lata, la extra?a naranja roja de la mujer a la que cosió y una última fila de juguetes para trocar.
—Comprendo las responsabilidades familiares. Helmud es mi hermano —dice Il Capitano se?alando al hombrecillo de su espalda—. Yo lo mataría, pero es mi familia.
—Yo lo mataría pero es mi familia —repite Helmud plegando los brazos bajo el cuello como un insecto.
Il Capitano parte un huesecillo y se lo sostiene a Helmud para que lo picotee, aunque no mucho, solo un poco, antes de quitárselo.
—Aun así, eres peque?a…, cualquiera diría que no has tomado una comida decente en tu vida. No valdrías. Pero mi instinto dice que puedes servir de algo, pagando con tu vida, eso sí.
A Pressia se le hace un nudo en el estómago. Se acuerda del tullido sin pierna; puede que no haya mucha diferencia entre ambos.
El oficial se echa hacia delante deslizando los codos por el escritorio.
—Mi trabajo es reclutar a gente. ?Crees que me gusta?
Pressia no sabe qué contestar.
Acto seguido Il Capitano se vuelve y le grita a su hermano:
—?Para ya ahí detrás!
Helmud alza la vista con los ojos desencajados.
—Se pasa el día jugueteando con los dedos, venga a moverlos una y otra vez. Un día de estos me vas a volver loco, Helmud, con esos nervios tuyos. ?Me estás escuchando?