Puro (Pure #1)(66)



—Pon aquí la ropa y las cosas de tu madre. Tenemos que quemarlo todo para destruir los chips.

Perdiz siente un mareo. Le pasa a Bradwell el hatillo con su ropa y la mochila, de donde ya ha sacado todas las cosas de su madre.

—?Y si me quedo con las cosas? Estoy seguro de que no tienen nada.

Está jugueteando con el dibujo en relieve de la tarjeta de cumplea?os, buscando chips, cuando nota un bulto más duro. Se humedece los dedos con la lengua y los restriega en la cartulina, que cede y se desintegra. Y aparece entonces un chip muy fino, tan delgado como un papel pero duro y de plástico blanco: un sensor diminuto.

—Mierda —exclama Perdiz—. Ni siquiera será real, ni siquiera la habrá escrito mi madre. —Da una vuelta rápida por el cuarto—. A Glassings, mi profesor de historia mundial, le concedieron el permiso para ir a la excursión… Tal vez querían que robase todas estas cosas. A lo mejor sabían que lo haría y lo intervinieron todo.

—A lo mejor la tarjeta era real y luego le pusieron el chip. —Bradwell alarga el brazo y Perdiz le pone en la palma de la mano el chip—. Los vamos a mandar de cacería.

Bradwell pega el chip a un cable con una maloliente resina epóxica casera que tiene en un tarro. Abre la jaula que contiene los dos roedores, coge la rata tuerta y se la acerca al pecho. El animal chilla cuando Bradwell le enrolla el cable por la cintura y une ambos cabos para sujetar bien el chip. A continuación se la lleva hasta un desagüe que hay en el suelo, levanta la trampilla y empuja el bicho por el conducto. Perdiz oye a la rata pisar el firme y echar a correr.

Bradwell echa un líquido con un olor muy fuerte sobre las ropa del cubo de metal, mientras que Perdiz coge la caja de música y le da cuerda por última vez.

Bradwell prende el cubo y surge una llamarada.

Cuando acaba la canción, Perdiz le pasa la caja de música al otro chico, que la echa también al cubo. Ambos se quedan mirando las llamas.

—?Dónde está la fotografía?

—?Lo dices en serio? ?Hasta eso?

Bradwell asiente.

Perdiz no la saca de la funda protectora. No puede volver a verla. Se consuela sabiendo que tiene la imagen grabada a fuego en la cabeza. La echa al cubo, la deja caer y aparta la vista; no quiere ver cómo las llamas se llevan la cara de su madre. Coge entonces una parte del colgante que todavía tiene intacto el aro por donde se pasa la cadena, la parte con la gema azul.

—?Y si vuelve Pressia? Quiero que sepa que la estamos buscando, que no nos hemos rendido. Podríamos dejarle la mitad del colgante. Nosotros nos llevamos la parte que tiene la inscripción y a ella le dejamos la de la piedra azul.

Bradwell va hacia donde tiene guardadas las armas, se arrodilla, quita los ladrillos y saca cuchillos, cuchillas, ganchos y una pistola eléctrica.

—No lo sé.

—No puedo quemarlo. Esto no.

Bradwell está eligiendo las armas.

—Vale. Quédate una mitad y deja la otra. Ahora lo principal es actuar rápidamente. Cuanto más tiempo perdamos, menos posibilidades tendremos de encontrarla. —Dicho esto, se mete un cuchillo de carnicero y un gancho en las correas de las chaqueta y en las trabillas del cinturón.

—?Adónde vamos?

—Solo conozco a una persona a la que seguro que la Cúpula no controla —le explica Bradwell—. Vive en los fundizales, que es una zona muy extensa. Ella es la única persona que tiene poder y es de fiar.

—Si los fundizales son tan extensos, ?cómo vamos a encontrarla?

—No funciona así —le dice Bradwell a Perdiz al tiempo que le da un gancho de carne y un cuchillo—. Nosotros no la encontramos, ella nos encuentra a nosotros.





Pressia


Juego

Pressia está esperando sentada en el borde de su camastro. No sabe bien el qué. Le han dado su propio uniforme verde y le queda bastante bien. Los pantalones tienen pinzas y los bajos plegados hacia fuera. Cuando anda, el dobladillo le va cepillando las botas, que son pesadas y rígidas; mueve los dedos por dentro. Los calcetines son de lana, muy cálidos. No echa de menos los zuecos; nunca se lo diría al abuelo pero le encantan esas botas, unos zapatos fuertes que te mantienen en pie.

Le avergüenza admitir lo bien que le sienta todo, unas ropas cálidas y de su talla. El abuelo le contó que sus padres le hicieron una foto en su primer día de guardería vestida con el uniforme de la escuela, junto a un árbol del jardín de la entrada. Este uniforme la hace sentir segura, protegida: forma parte de un ejército, tiene refuerzos. Y se odia por esa innegable sensación de unidad. Detesta realmente la ORS, pero su oscuro secreto, el que nunca admitiría delante de nadie —y menos aún delante de Bradwell—, es que le encanta el uniforme.

Lo peor de todo es el efecto mágico que produce el brazalete que lleva sobre el resto de los chicos del cuarto. Tiene cosido un emblema de una garra negra, el símbolo de la ORS, el mismo que hay pintado en los camiones, en los comunicados, en todo lo oficial. La garra significa poder. Los ni?os se quedan mirándola igual que a su pu?o de cabeza de mu?eca, como si una cosa fuese incompatible con la otra. Detesta que el uniforme le impida ocultar el pu?o de mu?eca porque la manga le llega justo por encima. Pero, con el poder que le da el brazalete con la garra, casi le da igual. De hecho, siente el inexplicable deseo de susurrarles que si también ellos tuviesen la suerte de tener pu?os de mu?eca conseguirían lucir el brazalete de la garra. Es una mezcla retorcida de orgullo y vergüenza.

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