Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(61)
Me quedé clavado en el sitio mientras ella entraba en casa.
Joder. Se me erizó la piel. Una parte de mí deseó volver atrás y no hacerle la maldita pregunta, porque dejar las ventanas cerradas casi era mejor que permitir que me desnudase así, de aquella forma tan visceral, tan certera.
Bajé los escalones del porche para huir.
Paseé por la playa, alejándome de aquella casa que se estaba convirtiendo en un lugar que empezaba a ser casi más de ella, de nosotros, que solo mío. Y cada mes que pasaba, parecía sumar una piedra tras otra sobre el tejado.
No sé cuánto tiempo estuve andando. Bloqueado. Enfadado.
Repitiéndome sus palabras una y otra vez: ?Siempre he estado enamorada de ti?, ?Eres un cobarde?; con ese reproche me había jodido en el alma.
Porque Leah tenía razón. Siempre creí que había que afrontar las cosas.
Pero con ella no podía.
Ya había anochecido cuando regresé.
Leah estaba de espaldas, delante del microondas, escuchando música.
Avancé hasta ella y, cuando estuve casi pegado a su cuerpo, le rodeé la cintura y la apreté contra mí. Se sobresaltó. Le quité los auriculares y me incliné rozándole el lóbulo de la oreja. La sentí estremecerse y tragué saliva. Tenso. Muy tenso. Respiré el aroma suave de su piel.
—No te muevas. —La sujeté—. Tienes razón. Sí significó algo.
Significó que se me puso dura y que me contuve para no arrancarte la ropa allí mismo. Significó que tuve que darme una ducha fría y me pasé toda la noche sin dormir. Significó que no sabía que un beso podía ser así y, desde entonces, no puedo dejar de mirarte la boca. Pero, Leah, no puede ser.
Nunca podrá ser, ?lo entiendes, cari?o? Y no soporto estar así, tenerte lejos, así que no me lo pongas más difícil.
La solté de golpe. Porque era eso o echar por tierra todo lo que acababa de decir y abalanzarme sobre ella para comérmela a besos... Inspiré hondo y me alejé de allí encerrándome en mi habitación. Me dejé caer en la cama, aún con el corazón en la garganta. ?Qué acababa de hacer? Ser como ella. Saltar sin pensar. Sin mirar antes si abajo hay agua o piedras puntiagudas.
Pues eso. Que en la vida hay cosas que ves venir y otras que te pillan por sorpresa, y esas palabras que acababa de decirle al oído…, esas palabras iban a ser mi perdición.
Una hora después, ella llamó a la puerta. Le dije que podía entrar y abrió despacio. Nuestras miradas se enzarzaron unos segundos y fue como si la estancia se cargase de algo electrizante. Algo nuevo. Algo palpitante.
—Venía… He preparado tacos. Pensé que podríamos cenar juntos.
Sonreí mientras me levantaba.
La miré desde arriba cuando pasé a su lado y susurré un ?gracias? muy bajito antes de encaminarme hacia la cocina, que olía a especias y verduras asadas. Coloqué la comida en los platos, encendí el tocadiscos y salí a la terraza tras ella.
Así fue como Leah y yo volvimos a ser amigos.
60
LEAH
Un día pensé que, ya que el color rojo estaba abierto, debería empezar a usarlo antes de que se secase. Así que cogí el tubo Carmín de Granza; era un color intenso, purpúreo, de un tono oscuro similar al que se usaba antiguamente en los sellos de cera para certificar las cartas.
Coloqué un poco de óleo en la paleta y miré los demás colores de reojo, todos intactos y tan bonitos, con miles de matices y posibilidades…
Cogí un pincel de pelo suave y, en cuanto toqué la lámina con la punta, me dejé llevar y ya no pensé en nada. Dos perfiles difusos recortados entre sombras. Dos rostros respirando el mismo aire. Dos labios rojizos casi rozándose, pero sin llegar a tocarse. Y un casi beso congelado en el tiempo.
61
AXEL
Esa tarde había tenido que ir a un pueblo cercano para hablar con un par de clientes. Cuando llegué a casa, Leah estaba recogiendo las pinturas. Me miró desde el otro extremo del salón y cogió la lámina sobre la que había estado dibujando.
Dejé en el escritorio los cuadernos que cargaba.
—Hey, ?qué haces?, ?puedo verlo?
Sus palabras me frenaron de golpe.
—No. Esto… no. Es mío —explicó.
Maldita Leah, que sabía que yo era como un gato curioso y no soportaba no saberlo todo. Me quedé allí fascinado mirando su rostro.
Llevaba una mancha de pintura roja en la mejilla derecha y tuve que contenerme para no limpiársela con los dedos. Me acerqué a la cocina diciéndole que iba a hacer la cena.
Hacía una semana que habíamos hecho las paces.
Leah no había vuelto a sacar el tema de aquel beso, aunque eso no hacía que yo pensase menos en ello. Era complicado, porque estaba más guapa, más llena, más ella. O bien yo me estaba volviendo loco, o cada día usaba camisetas más cortas y vestidos que me hacían perder la cabeza. Eso y que no estaba acostumbrado a contenerme, a reprimirme. Me había pasado la vida haciendo lo que me apetecía sin pensármelo demasiado.