Puro (Pure #1)(50)



De camino al bosque, Il Capitano pasa por delante del redil: seis por seis metros, cercado por alambradas, con suelo de cemento. Los reclutas están api?ados en una esquina, gimiendo y cuchicheando, hasta que oyen las pisadas y rápidamente se mandan callar los unos a los otros. Ve sus extra?os miembros retorcidos, el brillo de varios tipos de metal, el destello del cristal. Apenas son humanos cuando les echan el guante, tiene que recordarse, pero aun así aparta la vista cuando pasa por delante.

—Si están ahí es porque Dios así lo ha querido, Helmud. Podrías ser tú.

—Ser tú —repite Helmud.

—Cállate, Helmud.

—Cállate.

No sabe muy bien a qué viene tanta historia con la recluta nueva, Pressia Belze. Ingership quiere que la chica sea ascendida a oficial nada más llegar y que Il Capitano espere instrucciones urgentes de ella para una misión, pero que, mientras, la devuelva ?al reba?o?. Il Capitano no está muy seguro de qué significa eso; tampoco de cuánto se supone que debe saber. ?Debe saber, por ejemplo, que en realidad Ingership no es más que un burócrata mediocre? ?Debe saber que esa milicia —cinco mil repartidos en tres centros y otros tres mil deseducándose—, por muy grande o muy fuerte que llegue a ser, nunca conquistará la Cúpula? Es impenetrable y está bien pertrechada. ?Sabrá Ingership que Il Capitano ha perdido el entusiasmo? Ya se ha rendido a la idea de que no podrá abrir fuego contra sus hermanos y hermanas puros. También él lo único que hace es intentar sobrevivir.

Aunque, en realidad, siempre ha vivido en la supervivencia. Ha sido un superviviente desde que su madre murió cuando él tenía nueve a?os. Cuidó de su hermano en un fortín que construyó en el bosque que rodeaba su antigua casa. Conseguía dinero como podía, trapicheando con esto y lo otro, e iba sumando escopetas y munición a las armas que había dejado su padre antes de irse.

—Acuérdate de todas nuestras armas —le dice Il Capitano a Helmud, ya internándose por los árboles, con el cuartel general a su espalda. A veces siente verdadera nostalgia de sus escopetas.

—Armas —hace eco Helmud.

Ya antes de las Detonaciones había muchos precavidos que vivían en el bosque apartados de todo, con sus propios recursos. Un vecino, un anciano que había estado en un par de guerras, le ense?ó a Il Capitano cómo esconder las pistolas y la munición, y este hizo todo lo que el viejo Zander le dijo: compró una tubería de PVC del 40 de quince centímetros de diámetro y topes en los extremos, y disolvente de PVC. Una tarde de finales de invierno su hermano y él se dedicaron a desmontar los rifles en casa. Il Capitano recuerda el aguanieve que caía, el sonido contra las ventanas. Los dos hermanos untaron las piezas de las armas con aceite antióxido y dejaron una pátina como de cera en rifles y manos. Helmud cogió la bolsa de aluminio, la cortó en pedazos más peque?os y envolvió acciones, culatas, bloques de gatillo, guardamanos, cargadores, miras, trípodes y varios miles de balas del calibre 223, junto con bolsitas de gel de sílice para la humedad. Esto último se le ocurrió a Il Capitano, que las había visto en las cajas de los viejos tacones de su madre en el armario. Helmud fundió los bordes de las bolsas con un hierro y lo cerraron todo al vacío con la Shop-Vac del vecino.

Para desengrasarlas llegada la hora, empaquetaron seis latas peque?as de 1,1,1-tricloroetano, además de varillas limpiadoras, parches, disolvente Hoppe del número 9, lubricante, grasa, un juego de matrices de repuesto y un manual de usuario bastante manoseado. Cuando terminaron, lo envolvieron todo con cinta americana y rellenaron la tubería con las bolsas de munición, las piezas y los recambios de rifle. Sellaron los extremos y luego Helmud dijo:

—Deberíamos pintar nuestras iniciales.

—?Tú crees? —dudó su hermano.

Pero eso hicieron. Il Capitano sabe que por entonces creían en la posibilidad de morir antes de poder desenterrarla; de ese modo, si alguien se las encontraba, recibirían un cierto reconocimiento. Con un grueso rotulador negro permanente Helmud escribió H. E. C, de Helmud Elmore Croll. En cuanto a ?Il Capitano?, ese fue el apodo que le puso su madre antes de irse al sanatorio: ?Te quedas al cargo hasta que vuelva, Il Capitano?. Pero nunca volvió y él escribió sus iniciales, I. C. C. —Il Capitano Croll—, y dejó que su nombre de pila se perdiese para siempre.

El viejo Zander les prestó una excavadora y cavaron en un agujero que había dejado un roble al caerse. Lo enterraron todo en vertical, para que fuese más difícil localizarlo con un detector de metales. Il Capitano dibujó el plano con la cuenta de los pasos tal y como se lo había sugerido el viejo Zander: ?Por si la naturaleza salta por los aires y se borran todas las referencias?. Il Capitano pensó que el viejo chocheaba pero aun así siguió sus instrucciones. No volvió a verlo tras las Detonaciones, aunque tampoco lo buscó.

Después de las bombas Il Capitano creyó que su hermano moriría, y él tampoco las tenía todas consigo; estaba quemado, lleno de ampollas, ensangrentado. Sin embargo, logró volver al bosque, cerca de la casa, y, con un trozo de pala que encontró, contó los pasos de memoria. Del plano no quedaba ni rastro. Cavó con la cabeza de la pala entre las manos y su hermano moribundo a la espalda.

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