Puro (Pure #1)(49)
—No. Pero la encontraremos, confíe en mí. Cambio.
?Confíe en mí?, piensa Il Capitano, que se guarda el aparato en la pistolera y mira hacia atrás, a su hermano:
—Como si alguna vez me fiase yo de alguien. Ni siquiera de ti.
—Ni siquiera de ti —susurra Helmud en respuesta.
Siempre ha tenido que confiar en Helmud. Llevan mucho tiempo solos el uno con el otro. Nunca tuvieron un padre de verdad, y con solo nueve a?os Il Capitano perdió a su madre de una gripe virulenta en un sanatorio como el que tiene ahora delante.
Grita por el walkie-talkie:
—Si no la cogéis, Ingership nos va a dar para el pelo. No la fastidiéis. Cambio y corto.
Es tarde y la luna se ha perdido en una neblina gris. A Il Capitano se le pasa por la cabeza ir a ver si Vedra sigue trabajando en la cocina. Le gusta contemplarla entre el vapor del lavavajillas. Podría ordenarle que le hiciese un sándwich, al fin y al cabo es el oficial de mayor graduación en el cuartel general. Pero sabe lo que pasará con Vedra: charlarán mientras ella corta la carne, con las manos desolladas de tanto trabajar, con toda su piel cicatrizada a la vista, toda esa brillante carne cauterizada. Le hablará con su voz dulce, hasta que sus ojos acaben desviándose hacia la cara de su hermano, siempre presente, siempre mirando de reojo por encima del hombro. Odia que la gente no pueda evitar mirar a Helmud mientras él habla, una estúpida marioneta cabeceando en su espalda, y le entra una rabia por dentro tan veloz y afilada que podría quebrarse. A veces, por la noche, mientras escucha la respiración profunda de su hermano, fantasea con darse la vuelta, tumbarse boca arriba y asfixiarlo de una vez por todas. Sin embargo, si Helmud muriese, él iría detrás. Lo sabe: ambos son demasiado grandes para que uno muera y el otro viva; están demasiado entrelazados. A veces parece tan inevitable que apenas puede soportar la espera.
En lugar de ir a ver a Vedra a la cocina, decide internarse en el bosque —o lo que queda de él y lo que está volviendo a crecer— para echar un vistazo a sus trampas. Lleva encontrándoselas vacías dos días seguidos. Atrapa cosas pero viene algún otro bicho y se las come.
En cuanto rodea el cuartel general aparecen fortines hechos con tablones de madera, láminas metálicas sobre la tierra baldía y muros de piedras. Por encima de todo esto hay alambre de espino y, más allá, edificios en ruinas; uno de ellos tiene una fila de columnas y detrás de otros dos solo se ve el cielo de hollín. Le gusta el cielo por encima de cualquier cosa. En otra época, de ni?o, quiso pertenecer a las fuerzas aéreas. Sabía todo lo que podía saberse sobre volar; sacaba libros de la biblioteca y tenía un viejo vídeo de un simulador de vuelo con el que pasaba horas entrenando. De su padre no sabía nada salvo que había estado en las fuerzas aéreas, que fue piloto de guerra y que lo echaron del ejército por problemas mentales. ?Como una cabra —solía decir su madre de él—. Tenemos suerte de que se haya ido.? Ido ?adónde? Il Capitano nunca lo supo, aunque sí llegó a comprender que tenía cierto parecido con su padre: quería surcar los cielos y estaba loco. Lo más cerca que estuvo de volar fue cuando montaba en la moto de cros y se quedaba suspendido en el aire después de un salto. Ahora no le gusta recordarlo.
Aunque no es piloto, es oficial. Es el encargado de seleccionar a los reclutas novatos. Decide quiénes se entrenarán y quiénes no. A algunos los envía a los puestos avanzados de deseducación, para desarmarlos un poco mentalmente y hacerlos así más dóciles: más dispuestos a acatar órdenes y menos a causar problemas. Desecha a los débiles y retiene a algunos en rediles de detención diseminados por los alrededores. Responde directamente ante Ingership, con el que se comunica a través de mensajeros personales.
A veces Ingership le manda cosas a Il Capitano para que se las dé de comer a los reclutas más débiles: mazorcas retorcidas, tomates paliduchos con más polvo por dentro que pulpa, carne no identificada… Después informa a Ingership de qué comida les sienta mal y cuál no. ?De dónde provendrán esos alimentos? No hace preguntas. Il Capitano también prueba cosas con los reclutas débiles por interés propio, como bayas que encuentra por el bosque, colmenillas, hojas que podrían ser albahaca o menta pero nunca lo son. A veces los reclutas débiles enferman; en ocasiones mueren. De vez en cuando no les pasa nada y entonces Il Capitano cosecha esos frutos y los comparte con Helmud.
De vez en cuando Ingership le ordena a Il Capitano que jueguen a El Juego, en el que liberan a uno de los reclutas débiles para que Il Capitano le dé caza como a un ciervo enfermo. En realidad es piedad; eso se dice Il Capitano. ?Para qué tenerlos sufriendo en un redil? Es mejor acabar con ellos de una vez por todas. él lo preferiría así. El Juego le recuerda a cuando cazaba ardillas de peque?o, en el bosque de al lado de su casa, pero, una vez más, no del todo. Nada es ya como era. Hace tiempo que Ingership no le ordena jugar, e Il Capitano tiene la esperanza de que se le haya olvidado y no vuelva a pedirlo. En las últimas semanas, su superior se ha vuelto bastante impredecible. De hecho, justo ayer organizó un equipo propio para una muertería que decidió emprender contra todo el mundo y sin avisar.