Puro (Pure #1)(127)
—Pero ?cómo es que fuiste a Japón? —le pregunta Pressia.
—Imanaka, tu padre, estaba haciendo un trabajo estupendo. La historia de los japoneses estuvo muy ligada a la radiación, por la bomba. Les sacaban ventaja a todos los demás en temas de defensa y resistencia. Sus investigaciones pertenecían a mi terreno, al tratamiento de los traumatismos por medio de la nanotecnología biomédica. Y Ellery, el padre de Perdiz, quería que fuese allí para ver si Imanaka había hecho progresos para conseguir invertir las secuelas. Temía que le sobreviniese la degeneración. Quería esa información por encima de cualquier otra cosa, y me atrevería a decir que sigue siendo así. Y ahora con más urgencia que nunca.
Mira fijamente a Pressia a sabiendas de que está intervenida.
—Ahí fuera hay más supervivientes. Si Ghosh, Kelly e Imanaka siguen vivos, entonces habrá más. A Ellery no le gustaría que esa información circulase por la Cúpula. Pero yo sé que tiene que ser verdad. No he podido establecer contacto con nadie a más de cien millas a la redonda, ni por radio ni por satélite… No funciona nada porque la Cúpula se encarga de capar todas las comunicaciones. Pero yo vivo con la esperanza.
Pressia piensa en santa Wi, y en Bradwell en su cripta, arrodillado ante la estatua de plexiglás quebrado. Esperanza.
—Pero redujisteis la resistencia, ?no? O sea, porque algo hiciste para hacerme resistente a la codificación —dice Perdiz.
—Sí, aunque no conseguimos reducirla lo suficiente. No había nada que pudiésemos hacer para detener las Detonaciones, salvo defender y curar. Sabíamos que eso no salvaría muchas vidas, que la gente moriría en la catástrofe; sería un número de bajas desmesurado. Pero sí que podíamos reducir las fusiones y las intoxicaciones de los supervivientes. Quisimos verter sustancias resistentes a la radiación en el agua potable. Sin embargo, era demasiado arriesgado, las dosis que valían para los adultos podían matar a los ni?os. Por eso contigo tuve que elegir, Perdiz. No te podía hacer resistente a todo. Solo tenías ocho a?os, y no soportarías mucho más de unas cuantas sesiones.
—Escogiste mi codificación conductiva.
—Quería que fueses tú mismo quien conservases el derecho a decir no, a defender lo que es justo. Quería que tu personalidad quedase intacta.
—?Y yo? —pregunta Pressia.
Su madre respira hondo, aunque con dificultad.
—Tú eras un a?o y medio más peque?a y no muy grande para tu edad. Era demasiado arriesgado medicarte. Te quedaste en Japón, te cuidaban tu padre y su hermana. Yo no podía volver a casa con una cría en brazos: me habrían mandado a un centro de rehabilitación y habría muerto allí mismo. Descubrí los planes de mi marido (la destrucción a escala total) y, cuando supe que estaba cerrándolos, mandé que te trajesen. Tenía que decírselo a mi marido, no tenía alternativa. Se puso hecho una fiera.
?Y hay muchas más cosas, no puedo explicároslas ahora todas, cosas del pasado. Asuntos turbios que sé que son ciertos, cosas que él no quería que yo supiese. No podía vivir en la Cúpula, pero tenía un plan para arrebatarle a los ni?os. Estaba actuando cada vez más rápido, con ese cerebro febril suyo, y sabía que estaba tomando decisiones precipitadas y que tenía un poder inusitado, sin nadie que lo controlase. Tenía que traerme a Pressia conmigo, ponerla a salvo en el búnker. Las cosas se retrasaron por problemas con los pasaportes. Tu tía iba a traerte en avión. Se suponía que las Detonaciones todavía tardarían varias semanas.
?Pero entonces, ese día, tu padre me llamó, Perdiz. Me dijo que había llegado la hora, que iba a ocurrir antes de lo previsto. Quería que fuese con él a la Cúpula, me lo rogó.
?Yo sabía que me decía la verdad. Ya había extra?os patrones de tráfico. La gente a la que habían dado el soplo empezó a entrar. El avión de Pressia por fin llegaba. Le dije que no, y que le dijese a los ni?os que los quería, todos los días; le pedí que me lo prometiese y entonces me colgó el teléfono. Y fui en coche al aeropuerto lo más rápido que pude, aterrada. Tu tía me llamó para decirme que habíais aterrizado. Yo seguía pensando que nos daría tiempo de volver al búnker antes de las bombas. Aparqué y salí corriendo hacia la recogida de equipaje. Te vi a través de la cristalera, al lado de tu tía, tan peque?a y perfecta. ?Mi ni?a! Me tropecé, me caí y cuando estaba a gatas, intentando ponerme de pie, levante la vista y me cegó un fogonazo de luz. El cristal se partió en a?icos y me vi de repente fusionada con la acera, de brazos y piernas. Había gente que sabía adónde había ido y me buscaron. Cuatro torniquetes, una sierra… Me salvaron y, fuera de todo pronóstico, sobreviví.
—?Sabías que yo había sobrevivido? —le pregunta Pressia.
—Tenías un chip. A todo el que entraba en el país le ponían un chip antes de llegar.
?Después de los bombardeos nos quedamos con un equipo poco preciso. Veíamos los chips moverse en la pantalla pero no muy bien. Cuando localizamos el tuyo, utilicé la información del escáner retinal que tu padre me había mandado desde Japón. Como estaba en uno de los ordenadores resistentes a la radiación, había sobrevivido con da?os mínimos. También tenía escáneres de los chicos. Construí unos peque?os mensajeros alados, nuestras cigarras. Las mandé al exterior con los datos de tu ubicación, y les puse también un chip. Lo malo es que solían destruirlas antes de llegar a su destino… hasta que una lo consiguió.