Puro (Pure #1)(103)



La chica se mira el pu?o de mu?eca, el recordatorio de la infancia que nunca tuvo.

—?Y qué tiene que ver todo eso conmigo? —Pressia no puede pensar con claridad, la cabeza le va a estallar. Sabe que su vida está a punto de cambiar pero ignora cómo. Se queda mirando las pesta?as de plástico de la mu?eca, el agujerito en los labios. Tiene las mejillas ardiendo. Todos los que la rodean saben algo y no quieren decirlo. ?Acaso no lo sabe ya ella misma? Está todo ahí, en el cuento para antes de dormir, pero no lo ve—. ?Por qué la ORS y la Cúpula quieren que encuentre a Perdiz? ?Cómo sabían siquiera que yo existía?

Perdiz se mete las manos en los bolsillos y fija la vista en el suelo. ?También él lo ha averiguado ya? A lo mejor es más listo de lo que Bradwell cree.

—Tú eres la ni?a del cuento. Eres la hija del rey bueno.

Pressia mira rápidamente a Perdiz.

—Tú y Perdiz… —murmura Bradwell.

—?Eres mi medio hermano? —le pregunta Pressia—. Mi madre y tu madre…

—Son la misma persona —termina la frase Perdiz.

Pressia oye el latir de su corazón, solo eso.

Su madre es la esposa cisne… y puede que esté viva.





Pressia


Chip

Pressia es incapaz de dejar de pensar en todas las cosas que puede que ya no sean verdad: en toda la infancia que su abuelo inventó para ella. ?Es el abuelo tan siquiera su abuelo? El ratón gigante con guantes blancos de Disney World, el poni de su fiesta de cumplea?os, la tarta helada, las vueltas en los tazones, el pez de colores de la feria ambulante, la boda de sus padres en la iglesia, el convite bajo la tienda blanca… ?Algo de todo eso es verdad?

Se acuerda, sin embargo, de un pez, pero no es el de las historias del abuelo que se agolpan en su recuerdo, ni tampoco el de la bolsa de plástico ganado en la feria. No. Había una pecera y la borla de un bolso de mano, y un conducto de calefacción bajo una mesa que parecía ronronear. Estaba envuelta en el abrigo de su padre. Se sentó en sus hombros y se agachó bajo ramas floridas de árboles. Sabe que era su padre. Pero ?y la mujer a la que cepillaba el pelo, la que olía a dulce, era su madre? ?O era la mujer del portátil, la que cantaba sobre la chica del porche y el chico que quería que se escapara con él. ?Era esa su madre? ?Por eso era una grabación… porque no podía estar con ella?, ?porque tenía que volver con su auténtica familia, con sus hijos legítimos? Alguien le ponía esa canción por obligación, incluso cuando Pressia ya se había cansado de ella. ?Una mujer estéril?, así la había descrito Perdiz en el cuento de la esposa cisne.

Esas cosas nunca han sido un cuento; son reales. La canción de su cabeza… la tierra prometida, la guitarra que hablaba y cómo iban a esfumarse en la nada con el coche del chico.

Los pestillos de la puerta se abren por fuera y aparece la mujer con la lanza-escoba. Lleva alcohol en un frasco grande, unos cuantos pa?os bien doblados, gasa, otro cinto de cuero como el que usaron para detener la hemorragia del me?ique amputado de Perdiz y algo más —probablemente un cuchillo— envuelto en un trapo. Bradwell lo coge todo y, sin mediar palabra, la mujer se va y cierra de nuevo la puerta tras ella con varios chasquidos. Pressia entorna los ojos por un instante para tratar de tranquilizarse.

—?Estás de acuerdo con que hagamos esto? —le pregunta Bradwell a Pressia.

—Ojalá me lo hiciera otra persona, no quiero más favores de ti.

—Pressia, tu abuelo no fue la razón de que te buscase. Lo dije sin pensar, no sé por qué. Pero esa no es la historia completa…

—Vamos a acabar cuanto antes —lo interrumpe la chica, que ahora mismo no quiere oír más historias, y menos una en la que Bradwell intente reparar su error.

Se tumba boca abajo en el suelo y se pone el chaquetón de la ORS de almohada. Sigue teniendo la campanita de la barbería en el bolsillo, donde forma una cavidad. Se le había olvidado y se alegra de encontrarla ahora, como un recordatorio de lo lejos que ha llegado. Se mete la cabeza de mu?eca por debajo de la barbilla y, al cerrar los ojos, huele el suelo: mugre, polvo ahumado, débiles trazos de gasolina. Bradwell le echa el pelo hacia un lado para despejarle la nuca. Se sorprende cuando la toca: su tacto es tan ligero, casi como una pluma.

Bradwell no para de decir:

—No pasa nada, tendré cuidado.

—Cállate ya —le dice Pressia—. Hazlo de una vez.

—?Eso es lo que vas a utilizar? Dios santo —exclama Perdiz, y en la cabeza de Pressia se dibujan todos los cuchillos de carnicería de Bradwell—. ?Le has echado alcohol? —Perdiz suspira—. ?Tienes que limpiarlo bien!

??Así es como se comporta un hermano mayor? —se pregunta Pressia—. ?Merodeando? ?Sobreprotegiéndola??

—Aparta de la luz —le pide Bradwell.

—Créeme, no tengo ningún interés en mirar.

Pressia oye cómo Perdiz se va a una punta de la habitación llena de trastos, aunque sus botas no llegan muy lejos; se queda arrastrando los pies por allí cerca. Se imagina que también él estará procesándolo todo… porque su madre ha cambiado para él, ?no? ?Acaso una santa tiene una aventura y una hija con otro hombre? Le gustaría saber cómo estará llevando esa nueva versión de madre. Ahora mismo le resulta más fácil pensar en él que en ella, aunque esos pensamientos también la afectan. ?Por qué el abuelo no le contó la verdad? ?Por qué le mintió durante tantos a?os? Con todo, al mismo tiempo sabe la respuesta: es probable que se encontrase a una chiquilla peque?a y la adoptase.

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