Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(51)
Pero ni siquiera ese pensamiento me tranquilizó cuando, un rato después, ella salió a la terraza y me miró como si fuese un jodido príncipe azul.
Supe que tenía que hacer algo drástico.
Algo que cortase aquello de raíz.
51
LEAH
Tenía el estómago encogido desde primera hora.
Me daba igual lo que Axel dijese. Yo lo había sentido. En su mirada.
En sus labios. Había sido real, muy real. Y llevaba tantos a?os so?ando con un beso suyo…, tantas noches en la cama mirando el techo de mi habitación y preguntándome cómo sería…
Aguanté la respiración cuando él salió de la terraza sin mirarme.
Reprimí las ganas de decirle algo, porque empezaba a notar el sabor de la decepción en la boca, no porque esperase más de él, era muy consciente de la situación, sino porque me sorprendía que fuese tan cobarde. él, que siempre se mostraba tan entero, tan abierto y tan brutalmente sincero, aunque terminase siendo incorrecto.
Más tarde, cogí un poco de fruta para comer cuando advertí que Axel no parecía tener intención de almorzar a la hora habitual. Pasé el resto del día metida en mi habitación, con los auriculares puestos, escuchando Let it be con los ojos cerrados mientras rememoraba cómo habíamos bailado en la terraza, la delicadeza con la que había dejado caer sus manos desde mi cintura a las caderas, relajado, mirándome bajo las estrellas…
Y luego sus labios exigentes. El gemido ronco que se coló en mi boca.
Su aliento cálido. Las mariposas en la tripa. Las rodillas temblorosas. La sombra de su barba contra mi mejilla. Nuestras salivas mezclándose. El tacto suave de su lengua. Ese momento. Solo nuestro.
Me di la vuelta en la cama y me quedé dormida.
Cuando me desperté casi había anochecido.
Axel estaba en el comedor, sentado delante de su escritorio mirando algo del trabajo a pesar de que era sábado. Estaba vestido. Teniendo en cuenta que siempre iba en ba?ador o con pantalones de chándal y alguna camiseta sencilla de algodón, me sorprendió verlo en vaqueros y con una camisa estampada y remangada hasta casi los codos.
—?Vas a salir? —pregunté con inquietud.
—Sí. —Se puso en pie—. No me esperes despierta. ?Crees que podrás apa?arte sola con la cena o necesitas que te haga algo antes de irme?
Quise preguntarle por qué se había vestido así. O, mejor dicho, para quién se había vestido así. Pero no tuve valor, porque no quería escuchar la respuesta. No podía.
Lo vi marcharse unos minutos después.
Me quedé parada en medio del salón observando aquella casa como si no llevase viviendo allí cinco meses. Contemplé los muebles un poco envejecidos, los discos de vinilo que Axel había dejado encima del baúl la noche anterior, las plantas que crecían casi salvajes, sin que nadie las podase nunca o les quitase las hojas secas…
Deseché la idea de cenar cuando logré reaccionar.
Tenía el estómago revuelto y las emociones parecían palpitar en mi cabeza pidiéndome que las dejase salir. Respiré hondo. Una y otra y otra vez más. Al final busqué por inercia lo único que sabía hacer. Cogí un lienzo en blanco, lo puse en medio del salón y me dejé llevar.
Pinté. Y sentí. Y pensé. Y seguí pintando.
Tenía en la cabeza la imagen que estaba plasmando. Podía ver cada línea y cada sombra antes de que el pincel tocase el lienzo. No sabía hacerlo de otra manera. Sentía algo, lo sentía intensamente hasta que esa emoción se desbordaba y me veía obligada a dejarla salir.
Mi madre me dijo una vez que todas las mujeres de la familia éramos así. Me contó que mi abuela se enamoró de un tipo rebelde con el que su padre no la dejaba relacionarse; al parecer, un día tropezó con él, lo miró a los ojos y ya está, supo que era el hombre de su vida. Cuando le prohibieron verlo, se escapó de casa de madrugada, se fugó con él y regresó tres días después con un anillo en el dedo. Por suerte, tuvo un matrimonio largo y feliz.
Ella también era así. Rose, mi madre.
Siempre le perdía la boca. Decía lo primero que se le pasaba por la cabeza, tanto para lo bueno como para lo malo. A papá solía hacerle gracia lo transparente que era y la miraba con ternura mientras ella se desahogaba caminando de un lado a otro de la cocina, abriendo y cerrando armarios con el pelo alborotado recogido en un mo?o y esa energía que nunca parecía agotarse. Cuando pensaba que había tenido suficiente, se acercaba a ella y la abrazaba por detrás. Entonces se calmaba. Entonces… mamá cerraba los ojos y se dejaba mecer por sus brazos.
Sumida en ese recuerdo, cogí una pintura gris de otro tono.
Los trazos fueron uniéndose y cobrando sentido poco a poco, conforme la noche se cerraba más y el reloj marcaba la una de la madrugada. No se oía nada. Estaba sola, acompa?ada por todos esos sentimientos enmara?ados.
Hasta que oí el chasquido de la puerta.