Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(41)
—Lo entiendo…
—Pero…
—Va a ser difícil.
—Dime qué es lo que más miedo te da.
—No lo sé.
Le sostuve la barbilla entre los dedos para obligarla a mirarme, porque empezaba a conocer esas capas nuevas que cubrían las que ya había antes; sabía cuándo mentía, cuándo se le disparaban las pulsaciones y se ahogaba un poco.
—No te escondas de mí. No hagas eso, por favor.
—?Y si no funciona? ?Y si no puedo volver a ser feliz y me quedo toda la vida así, tan vacía, tan adormecida? No me gusta, pero tampoco la idea de lo contrario, de seguir como si nada hubiese pasado, porque ha pasado, me ha pasado a mí por encima, Axel, y sigue ahí, pero soy incapaz de prestarle atención porque entonces me duele. Me duele demasiado, no puedo controlarlo. Y eso hace que me sienta mal, culpable por ser tan débil, por no poder aceptarlo como otras personas aceptan cosas peores, más jodidas aún; entonces, todo es un bucle y camino en círculos y no encuentro la manera de salir, de… respirar.
—Joder, Leah.
—Me pediste que fuese sincera.
No lloró, pero fue peor. Porque la vi llorar por dentro, mordiéndose el labio inferior, aguantando, aguantando…
—Víveme a mí —susurré sin pensar.
—?Qué? —parpadeó aún temblando.
—Eso. Víveme. Déjate arrastrar. Vamos.
Le tendí la mano. Leah la aceptó. Tiré de ella.
43
LEAH
—Hagamos algo de la lista. Caminar descalzos.
—Es de noche —apunté todavía confundida.
—?Qué más da eso? Venga, Leah.
Enmudecí al ver que Axel no me soltó de la mano mientras dejábamos atrás los escalones del porche y caminábamos por el sendero. En teoría, debería haber estado concentrada tan solo en las peque?as piedrecitas que notaba en la planta de los pies o en el tacto delicado de la hierba cuando avanzamos un poco más, pero en la práctica no podía ignorar su mano, sus dedos, su piel. Me dio un vuelco el corazón, como si dentro del pecho no tuviese suficiente espacio, como si se agitase pese a estar gritándole que no lo hiciese.
—Dime qué estás sintiendo —susurró Axel.
?Te estoy sintiendo a ti?, quise responder.
—No lo sé…
—?Cómo no vas a saberlo? Leah, no pienses. Solo intenta concentrarte en este momento.
Caminábamos despacio. él un poco más adelantado y tirando de mí con suavidad, sin soltar mi mano.
??Qué estaba sintiendo??
Sus dedos; largos, cálidos. El suelo alfombrado de hierba húmeda que me hacía cosquillas en los pies. Su piel contra la mía, rozándose a cada paso. Un tramo del sendero más áspero, más seco. Su u?a suave bajo la yema de mi pulgar. Y al final, la arena. Arena por todas partes, los talones hundiéndose en la superficie templada.
Solo entonces comprendí lo que Axel pretendía. Durante esos minutos que duró el paseo, lo había sentido todo. Pero estando allí. Había sentido desde la realidad de ese momento, no a través de la ventanilla rota de un coche que se había salido de la calzada.
Me senté en la arena. Axel también.
El sonido del mar nos arropó y se quedó con nosotros durante un rato, hasta que él suspiró y comenzó a juguetear distraído con la arena.
—Cuéntame algo que no le hayas dicho a nadie más.
?Un día te dije que te quería, pero tú solo escuchaste “todos vivimos en un submarino amarillo”.?
El recuerdo me azotó como si llevase a?os adormecido y de repente intentase abrirse paso aferrándose a paredes llenas de instantes que había creído olvidar. Y a veces, al encontrar cajas cubiertas de polvo, descubrimos fotografías que siguen despertando sentimientos, esa piedra con forma de corazón que un día lo significó todo, esa notita arrugada tan especial, esa canción que siempre sería ?la nuestra? a pesar de que él no lo supiese.
Hundí los dedos en la arena intentando ignorar aquel recuerdo y me zambullí en otro más doloroso y difícil, como si todos se conectasen entre sí y al despertar fuesen como fichas de un dominó cuando golpeas la primera, cayendo en cadena.
—?Quieres saber qué fue lo que sentí cuando salí a la calle poco después de lo que ocurrió? —pregunté insegura, y Axel asintió—. Hacía sol. Lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Me quedé delante de la puerta del apartamento de Oliver, mirándolo todo e intentando encajarlo. Un hombre sonriente pasó por mi lado, tropezó y me pidió perdón antes de seguir su camino. Delante había una mujer empujando un cochecito de bebé y llevaba una bolsa de la compra en la mano; lo sé porque era incapaz de dejar de mirar las zanahorias que sobresalían. Había un perro ladrando a lo lejos.
No sé si Axel era consciente de que ese momento que le estaba regalando ni siquiera había sido capaz de dármelo a mí misma, de masticarlo en soledad. Porque era más fácil así, con él, con los sentimientos que brotaban cuando estaba cerca enredándose con los otros, esos más complicados que no quería ni mirar.