Todo lo que nunca fuimos (Deja que ocurra, #1)(18)
Al día siguiente, cuando se levantó, me fijé en sus ojeras.
—?Una mala noche?
—Algo así.
—Quédate aquí. Descansa.
—?Me das permiso para no ir a clase?
—No. Eres mayor para saber si debes ir a clase. Pero si te interesa mi opinión, creo que hoy vas a perder el tiempo mirando la pizarra y sin enterarte de nada, porque parece que estés a punto de caerte al suelo. A veces es mejor recuperar fuerzas para coger impulso.
Leah volvió a acostarse. Yo estuve poco rato entre las olas antes de regresar a casa y prepararme un sándwich. Me senté delante de mi escritorio para intentar recuperar el trabajo que no había hecho el día anterior por ir a por ese caballete que ya estaba cogiendo polvo en la terraza trasera de mi casa. Anoté en un papel los plazos de entrega más próximos y lo clavé encima del calendario. Después adelanté algunos encargos hasta que Leah volvió a salir de su habitación casi a media ma?ana.
—?Has conseguido dormir?
—Sí, un poco. ?Queda leche?
—No lo sé, tengo que ir a comprar.
—Quizá…, quizá podría acompa?arte.
—Claro, me vendrá bien un poco de ayuda.
Eso y conseguir sacarla de allí, que le diese el aire al menos. Volví a concentrarme en el encargo más urgente mientras ella desayunaba sentada delante de la barra. Cuando terminó, para mi sorpresa, rodeó el escritorio y se inclinó sobre mi hombro para ver qué estaba haciendo.
—?Qué es? —preguntó frunciendo el ce?o.
—La duda ofende, son las orejas de un canguro.
—Los canguros no tienen las orejas tan largas.
Asimilé que nuestra primera conversación trivial iba a girar en torno al tama?o de las orejas de los canguros. Le pedí que cogiese un taburete de la cocina y se sentase a mi lado. Codo con codo, extendí la vi?eta de dibujos delante de ella.
—La cosa va de que el Se?or Canguro tiene que explicarles a los ni?os por qué no está bien tirar basura al suelo, dejar el agua del grifo abierto o comer hamburguesas hasta reventar.
Leah parpadeó, todavía con una arruga en la frente.
—?Qué tiene que ver eso con sus orejas?
—Es un dibujo, Leah. La gracia está en hacerlo así. Ya sabes, un poco exagerado, como con los pies más grandes o los brazos de rata. Tampoco se ríen así en la realidad.
Se?alé los dientes blancos y brillantes que había dibujado en una de las vi?etas y vi cómo una sonrisa temblaba en los labios de Leah antes de extinguirse de golpe, como si se hubiese dado cuenta y diese marcha atrás.
Quise mantenerla a mi lado un poco más, porque la alternativa era ver cómo se encerraba en su habitación.
—?Qué opinas de mis dotes artísticas?
Ladeó la cabeza. Se lo pensó. Suspiró.
—Opino que desperdicias talento.
—Dijo la chica que ya no pintaba…
Ella me dirigió una mirada dura y yo sentí alivio al ver una reacción por su parte, una respuesta inmediata. Golpe y efecto. Quizá por ahí iba la cosa: coger una cuerda y tensarla, tensarla y tensarla más…
—?Y cuál es tu excusa? —replicó.
Alcé una ceja. Eso sí que no me lo esperaba.
—No sé de qué estás hablando. ?Quieres café?
Negó con la cabeza mientras yo me levantaba para ir a la cocina. Me serví una taza, sin calentar, y volví a sentarme junto a ella delante del escritorio. Le ense?é algunos trabajos más, los últimos que había hecho, y me escuchó con atención sin hacer más preguntas ni interesarse por nada concreto. Estar con ella era fácil, cómodo, como las cosas que me gustaban de la vida.
Yo continué trabajando, y ella cogió sus auriculares y salió a la terraza trasera. Mientras delineaba el borde de los árboles que había detrás del Se?or Canguro, no podía dejar de mirarla; porque allí, de espaldas, con los codos apoyados en la barandilla de madera y escuchando música, parecía tan frágil, tan difusa, tan nublada…
Esa fue la primera vez que sentí el cosquilleo.
Pero entonces no sabía que esa sensación hormigueante en la punta de los dedos significaba que deseaba dibujarla, guardarla para mí entre líneas y trazos, quedármela para siempre en los dedos llenos de pintura. No fui capaz de plasmarla real, viva, entera, hasta mucho tiempo después.
Salí al cabo de media hora, le quité los auriculares y me los puse.
Sonaba Something. Con los primeros acordes, ese bajo alfombrando las demás notas, caí en la cuenta de que hacía una eternidad que no escuchaba a los Beatles. Tragué saliva al recordar a Douglas en su estudio hablándome de cómo sentir, de cómo vivir, de cómo llegar a ser la persona que era en ese momento, y me pregunté si una parte de mí lo habría evitado a propósito. Me quité los auriculares y se los devolví.
—?Sigue en pie lo de acompa?arme a comprar?
Fuimos a la ciudad en coche, atravesándola hasta llegar al extremo opuesto. Estacioné casi en la puerta, entramos al supermercado y avanzamos entre las estanterías. Leah cogió unas galletas para desayunar y pan de molde sin corteza.